¿Cómo te lo digo lectora? Si la Tierra fuese una guagua, habría que bajarse a empujar. Virus, guerras, crisis, inflación, infladera, calamidades, terremotos y esta sensación de que la invasión alienígena que nos prometiera Will Smith no se ha materializado tan solo porque los alienígenas no quieren asumir la responsabilidad de arreglar esto.
Lo único bueno que le veo de positivo al apocalipsis, es que no tienes que usar ropa interior apretada. La primera víctima de esta distopía por cuenta propia es la pretensión: hace miles de años, en 2017, salíamos a restaurantes tú y yo y de inmediato sacábamos nuestra lista de demandas.
Un restaurante debía tener excelente servicio, novedosa atmósfera, carta surtida, chef creativo, dependientas con curvas, cantineros sabios, parqueadores carismáticos (aunque no tuviéramos carro), administradores entrados en carnes, una historia, una narrativa, una progresión, 300 comentarios en Tripadvisor y un gato. Y encima, esperábamos podérnoslo pagar.
Ya a la altura de 2020, un restaurante solo necesitaba cumplir con un criterio: estar abierto.
En 2023, son pocas las razones por las que quien te escribe abandona su fortaleza en las nubes. Mi lista de requerimientos se ha reducido a la respuesta apropiada a la pregunta filosófica: ¿Está mejor que sentarme a comer en mi balcón en pantuflas y pijamas, a 6 metros del baño y 9 de la cama?
No sé si es descenso o ascenso en la calidad de nuestro hedonismo… no me preguntes, lectora.
Pero esos son solo mis sentimientos y si algo queda claro tras consumir toneladas de narrativas distópico-apocalípticas, es que las formas de gobierno más comunes en el Armagedón son autoritarias y dictatoriales… como mi matrimonio, y a las formas de gobierno autoritarias y dictatoriales no le interesan tus sentimientos.
Así que mi esposa, romántica impositiva como es, me arrastró en la previa de 14 de febrero “para la calle”. Y terminamos en Costa Vino.
Ubicado justo donde el río se encuentra con el mar y el Malecón con el túnel de Quinta, Costa Vino debe su nombre a que está en la costa y vende vino. No tienes que calentarte la cabeza, lectora. No hay ningún significado oculto en el nombre. Yo le pregunté al dueño.
Portal discreto, bar, un breve espacio en interior, la cocina oculta, el estilo moderno y funcional. Si no sabes, puede que le pases por el lado un par de veces antes de encontrar. No hay cartel, no lo necesita.
¿Comida y bebida? Emoji de pulgar para arriba… pedimos los Aperol Spritzes que toca al atardecer y una sangría intermedia. Mirando a la barra tuve la satisfacción… ningún vino de calidad fue sacrificado en el altar de la sangría.
Entrantes en rápida sucesión: sashimi que estaba OK y un pulpo al pimentón que no, que no estaba ok, que estaba magnífico.
El industrioso caballero que nos servía, pasó por nuestro lado con lo que parecía ser una botella de Albariño. Consulta la carta: ausencia y desencanto… “acabamos de recibirlo y aún no está listado”, comentó el amigo. “Nos conformamos con los spritzes” dije en voz alta mientras el Mick Jagger que todos llevamos dentro me decía you can´t always get what you want.
Diez minutos después, con una sonrisa de satisfacción mal disimulada, el del delantal impecable se nos acercó para informarnos que tras consulta con el Estado Mayor, los (losssss, como en varios ) Albariños habían sido añadidos a la oferta.
Maldito seas que con tanta saña destruyes mis esperanzas de criticar al servicio en Cuba. Ponle montura y brida a esa botella que nos vamos cabalgando.
Pedimos unos montaditos de tostones con frijoles negros y cerdo del que poco que hablar. Es cerdo y frijoles negros en Cuba, puedes hacerlo mal, pero requiere un nivel de incompetencia impensable en un lugar como el del cuento.
Una de las estrellas de la noche vino en esa ronda, una ensalada caprese servida con manjúas fritas. La ensalada es un deporte en el que siempre gana el que mejores ingredientes tiene, pero el elemento crujiente añadido es el que separa al buen deportista del genio. Y este crujiente era todo sal, cítrico y mar. ¿Salivas?
Otra ronda del Albariño, debate con el cantinero sobre rones de Ciego de Ávila… uno que perdí, por cierto, el hombre conoce su arte.
Pedimos otro pulpo, esta vez al ajillo, igual de crujiente en el exterior, igual de suave en el interior. Un carpaccio de remolacha, que me resisto a alabar no porque no fuese interesante, sino porque alentará a los vegetarianos… y ya sabes como nos llevamos el vegetarianismo y yo. Bien para ser remolacha.
Comencé a mirar alrededor y vi varias caras conocidas del universo gastronómico habanero. En mi opinión hay 4 presagios vivientes de buena suerte que debes buscar al entrar en cualquier expendio de comidas elaboradas: gatos, taxistas, administradores pasados de peso y dueños de otros restaurantes.
Imagino que el paraíso será el restaurante en donde todos esos confluyen. Y que tal lugar también será el infierno.
Pedimos un risotto de frutos del mar para llevar (que hizo las delicias de un almuerzo al día siguiente que merece su propia nota), y nos adentramos en los postres. Poco te puedo decir de la Muerte por Chocolate de la que tanto presumen. La S no es proclive a compartir dulces. Debe haber estado muy bueno, dada la velocidad con la que desapareció.
La ganache de chocolate con aceite de oliva y sal que me sirvieron a mí, aún ronda mi memoria. Recomendaron vodka con vainilla para el maridaje, pero yo me pedí un shot de whisky japonés. No me desharé en adjetivos: lo único que no va bien con el whisky japonés son las desilusiones amorosas.
Sentado en el portal, a la vera del Malecón, te parece que todos están más apurados que tú y ello te llena de una suerte de malsano regocijo. Incluso los clientes afuera del torreón del 1830 parecen existir en un nivel superior de estrés. Y eso se siente bien.