El recuento de los últimos trepidantes meses de mi vida, amiga lectora, sería suficiente como para que dijeras basta “como la princesa de Meñique”, y salieras a buscar a un ejecutivo de Netflix para comenzar a rodar la serie.
Y harías bien, pero sería en contra de mi voluntad: yo soy más de HBO.
Obligado por las circunstancias “esto es, porque ella me dijo que tenía que hacerlo” desposé a la S, mi amor de cuarentena. También la elegí democráticamente “o sea, ella me dijo que tenía que hacerlo”, primera ministra, presidenta, líder del legislativo y autócrata del hogar que estamos concibiendo juntos. Todo ello en tu beneficio, lectora, pues liberado de la terrible carga de la toma de decisiones puedo entonces enfocarme.
Pero cómo no solo de himeneo vive el hombre, decidimos relocalizarnos en un modesto habitáculo localizado en las lejanas y vastas tierras del Diez de Octubre, de las que soy, casi, oriundo. Ahí, amiga lectora, tienes mi casa... y, si ella lo dice, la tuya.
La idílica vida de recién casados en la post pandemia, pre guerra en Europa del Este y perenne crisis económica, carga siempre con el lastre de una serie de eventos desafortunados.
Para dejártelo claro, llegó el momento en el que la S y yo “cómo desde hace años le sucede al cine cubano”, necesitamos un trago de algo fuerte.
Y así, gracias a la intervención divina de una guía local, terminamos en La Rosa de Ortega.
Ubicada en una colina que domina la mitad de la ciudad, La Rosa ha sido siempre un hostal de altura literal y figurativa. Con las veleidades de la pandemia a cuestas, decidieron diversificar los espacios y construyeron un patio, la mitad al aire libre, la otra mitad abierto estilo glorieta.
Y una carta híbrida. De un lado los entrantes clásicos, las croquetas, el eperlán, lo que encontrarás en cualquier lado, pero hecho “al menos hasta donde pudimos degustar”, con la gracia y entusiasmo que usualmente reservamos en Cuba para las cosas y la gente que amamos.
Del otro lado todo va cuesta arriba, los principales y en especial los arroces combinados, merecen su acápite aparte.
La caminata desde nuestra humilde morada hasta la colina no es de las que tolera físicos minados por el sedentarismo, todo ese yoga fue puesto a buen uso, pero para cuando llegamos al lugar, necesitábamos “reitero”, el trago del cuento.
Abrimos con mulas moscovitas hechas con una cerveza de jengibre de fabricación casera. Las recomiendo sin falta, pero solo si adivinas cual es el turno apropiado para ello. Si alguna diferencia note en las sucesivas visitas al lugar “spoiler alert, volvimos porque la S así lo decretó”, es la diferencia de calidad en el bar y el servicio entre ambos turnos. Asignatura pendiente de la gastronomía cubana, y no falla exclusiva de este lugar, digo yo.
Repasamos los entrantes que ya digo, considero una de las bazas del lugar. Si buscar donde irte a tapear y los entrantes son tu arma secreta, si además pasas de elaboraciones excesivas y veneras la comida de siempre hecha con ganas, entonces no necesitas seguir leyendo. Este es el lugar.
Los platos fuertes son harina de otro costal y llevan un análisis más profundo.
Mira lectora, no te hagas ilusiones, La Rosa no es un lugar barato. Nunca ha pretendido serlo y no tiene por qué. Nada más en electricidad deben estarse gastando un Kremlin y medio al mes, y esa inversión en buen ambiente y mejor vibra tiene que salir de tu plato.
Sin embargo, la sección de los fuertes está desbalanceada, con platos muy tradicionales y francamente poco impresionantes a un precio que los hace aún menos atractivos. Por contraste, los arroces combinados son una verdadera gema. La ración alcanza para dos sin estiramientos innecesarios. El arroz negro y el risotto marinero que consumimos en nuestras dos últimas visitas, servidos en barros y sobre carbones merecían el ejercicio entusiasta de la cuchara que hicimos. Cada pulgada cuadrada de estas delicias, regadas con cerveza clara “que es que ya hemos dejado de fingir que somos finos” había atrapado los sabores de una combinación densa hasta el abuso de mariscos y pescados.
En el interludio el cantinero se había sacado una sorpresa de la manga, sirviéndonos un vodka and tonic con notas de chocolate y romero “no me pregunten como”, y una pizca de Campari, que agradecimos sobremanera dado el súbito acelerón experimentado por nuestra digestión.
El postre de chocolate “mitad brownie con frutos secos, mitad amistad con beneficios” fue de hecho la estrella de la noche. Te digo de plano, amiga lectora, si tras teletransportarte en tu nave hasta el mítico Diez de Octubre y pagar tributo al oscuro dios de los aeróbicos subiendo esa loma, llegas hasta allá y no hay postre de chocolate con frutos secos, declárate oficialmente ofendida y retírate por donde mismo viniste. Yo lo haría.