Escribo estas líneas en contra de mi voluntad manifiesta. Porque debajo de todas mis capas de sociabilidad aparente, hay un ermitaño egoísta y gruñón que, de vez en cuando, escamotea una gema del escaparate en que ha tornado su vida gastronómica para esconderlo en su bolsillo y contemplarlo a solas, en la oscuridad.
No puedo recordar cuando descubrí Jíbaro, ni de la mano de quien. No tengo una oscura aventura con final feliz o moraleja elaborada aderezada con sarcasmos para conmemorar la efeméride.
No me escondo para decir que es uno de mis lugares predilectos en la ciudad. Procuro con ello designar una interacción que ha hallado su camino hasta mis huesos: si bebo de más y me favorecen los dioses del dinero, mis pies siempre me arrastrarán hasta este rincón.
Jíbaro es hípster hasta la pared del frente: una pieza colonial de altísimo puntal, decorada con una modernísima vena de prolijo reciclaje. Todo, en cada rincón y sus múltiples piezas, parece estar viviendo una segunda vida, muy lejos de su propósito original. Patria chiquita del “¿Cómo no lo había pensado?” y el “¡Ah mira, para esto también!”
No puedo contarte cada detalle de cada aventura vivida porque para empezar, no me leerías, así que me remito a las más recientes. Estas, como no podía ser de otra forma, comienzan y culminan con la letra de rigor, en este caso, la G.
Cherchez la femme!
Si has leído “La suerte está echada” de Wichy Nogueras y conoces la sensación, estarás al tanto de mis sentimientos para con tal letra, en el momento en el que pisé el mármol de la entrada. En su defensa diré que no son azules sus ojos, sino verde-avellana. Sin embargo, no negaré que aquello que el poeta acusa de inolvidable, en su caso inolvidable se queda.
Así que con aires de venganza y liderando una horda de valkirias - en plan Cascos Azules de la ONU, pues ninguna era local-, tomé posesión de una mesa de esquina justo bajo el entrepiso.
Pedimos de todo: cocteles analcohólicos traicioneramente sazonados con agua de Moscúh. El matajíbaro de rigor, cortesía de la casa ávidamente limpiado de su recipiente por los sorprendidos dedos.
Ordenamos un ceviche casi irreal acompañado de una pasta de boniato, bijol y mantequilla. Frituras de malanga en una salsa de miel de abejas y la joya de los entrantes: unas costillas de cerdo sazonadas con ingredientes mágicos y cocinadas a fuego lento durante 24 horas, acompañadas por una salsa densa de tamarindo (en la que aproveché, hereje al fin, para mojar las frituritas). Te diré una verdad histórica, estas son las costillas que derrumbaron al Imperio Otomano y la única manera efectiva de hacer dudar a un rabino.
Ce-les-tia-les. Puros ojitos azules, pasadas de plato a boca por un tenedor compartido y tembloroso ante la orgía de los sentidos.
De platos fuertes otra ronda de cervezas – valkirias te dije – acompañadas de raviolis en salsa pesto y un pescado que las muchachas no me dejaron probar. Tomaré ese hecho como evidencia de su calidad. Para este humilde emborronador, lonjas de cerdo, también de lenta cocción, y acompañadas de un aderezo denso, vegetales salteados y un arroz con finas hierbas.
Cerramos sin postre y sin café, con una libación de ron dorado traído del exótico Pinar del Río y partimos, Cuba arriba en tropel de lenguajes entrelazados, con los paladares aun palpitando en sorpresa.
Mientras, en algún oscuro rincón de mi bolsillo trasero, acumulaba en sí letras un poema vindicatorio de la belleza de un par de ojitos verde-avellana.