Si te has creído, lector, que todo este asunto de trabajar para AlaMesa consiste en llegar a la hora de almuerzo, enrollarse al cuello servilleta de tela, desenfundar cubiertos, escarranchar las piernas y pedir que comiencen a servir, estás más equivocado que el que intentó echarle Coca Cola a un Santiago Añejo 25 años (digo "intentó" porque las autoridades competentes intervinieron haciendo uso comedido de la fuerza brutal para impedir este y otros actos de terrorismo).
Galeras, como Cervantes. Expoliación intelectual de la más dura, horas sin fin bajo el inmisericorde brillo del monitor - que me ha dejado un bronceado Varadero de hombros despellejados -, tiranía de la eficiencia, imperio de la productividad, sucesión enajenante de almuerzos en bandejas de poliespuma.
Esto, que pasamos por vida, no es vida, al menos entre el lunes a las 8am y viernes a las 5pm. Porque después de esas fechas para el olvido, viene el fin de semana: feliz territorio del "todo puede ser" en el que, de vez en cuando, nos perdemos. Sobre todo si nos encontramos en esos deliciosos primeros días del mes en el que el vil metal aun habita nuestras alforjas.
Así, armados hasta los dientes, la G y yo ensillamos corcel y nos lanzamos a la aventura este sábado en la noche.
Hago paréntesis para comentarle a las miles de lectoras que desde todos los rincones del orbe enviaron sus currículos para el proceso de casting y selección de personal para el puesto de secuaz de estas crónicas, que dicho proceso culminó con la elección de una nueva letra. Cómo saben la A, anteriormente en el cargo, renunció a este por estar aquejada de una alergia a los mariscos tan potente que le impedía ver "La Sirenita" de Disney sin consumir antihistamínicos.
Bregamos hasta Maradentro, pendiente de larga data en mi lista.
El comienzo de la aventura casi la condena al olvido.
Maradentro es primera y segunda crujías (portal y sala-comedor) de un apartamento en bajos en una zona cargada de edificaciones de los 40 y 50. Barra de bar al final de la estancia y cocina esbozada detrás. Poco para la imaginación.
La disposición del moblaje tampoco me movió al entusiasmo. Las mesas, acomodadas a ambos lados de un eje central, oponían a los asientos de un lado, bancos a todo lo largo de las paredes. Sentarse en bancos, al menos a mí, me crea la sensación de que estoy compartiendo mi espacio con el resto de los comensales que los ocupan. Pero ese es solo el pequeño pesado, obsesivo y compulsivo que llevo dentro.
La carta es breve pero surtida, cosa que se agradece. Por desgracia en medio del acto de elegir nos sorprendió un "blackout", manera pija, anglófila y extranjerizante de referirse al "apagón" que todos conocemos. La dependienta, que suplió cualquier carencia suya o del lugar con un derroche de encanto y una cascada de sonrisas, se prestó a aquella sentencia tan de la G de "la vida es corta, pidamos el postre" y casi estábamos en ello cuando regresó la electricidad.
Si bien casi nada de lo que refiero es imputable a Maradentro, tengo que reseñar con sonrojo que los cocteles no aprobaron ni matemática ni historia en las pruebas de ingreso. Un Ron Collins que no, que no, que no; y un Mojito que tampoco, tampoco, tampoco. Vamos a creer que no era la noche del cantinero.
De primeros tuvimos un ceviche caribeño (esto es, con una sobredosis de frutas y vegetales digna de aplauso en el plenario de la AEC) que me hizo perdonar a mis enemigos (o que lo hubiera hecho si alguien tan encantador como yo los tuviera).
Le echamos también un vistazo a las chispitas de malanga del vecino que nos sirvieron por error - error que por desgracia subsanaron con más rapidez de la necesaria -, a ojo y por la felicidad del hombre mientras las comía me atrevo a recomendarlas.
De fuertes, una vaca frita cargada de cebolla y un chivito uruguayo como dice en el manual, tierno, bien surtido y coronado con un huevo frito que arrancó un brillo malicioso de los verdes ojitos de la G.
Todo esto, comida casera sin oropeles ni especias de ultramar. Tan bien elaborada que casi me asomo a la cocina para ver si tenían a alguna infeliz abuela encadenada en la trastienda.
Esa sensación solo se acentuó con los postres pues la G pidió unos casquitos de guayaba tan clásicos, tan tradicionales y de la vieja escuela que me apuesto lo que sea a que la persona que los hizo todavía usa Windows 95 en su computadora.
Yo por mi parte, me pedí algo que listan como "cheesecake de casquitos de guayaba", dígase el anterior, pero servido sobre una masa de tarta bien crujiente y cargado de queso crema.
Para esas alturas estábamos tan ahítos que nos vimos forzados a dejarlos ir comidos a medias. Tuve que pararme bien firme para no llorar mientras la dependienta evacuaba los últimos platos.
Café y sobremesa, la sombra de un amigo que pasa y se despide, confluencias y recomendaciones, la cuenta - menos de lo esperado - en una caja de habanos. Medias luces y música tarareada todo el camino de regreso, con los recipientes de barro que tan criollamente suplen a los impersonales thermo pads. Lo perverso de ciertas magias es su reticencia a quedarse para siempre, a impedirnos el cerrar un lazo de tiempo y fantasía que nos permita revivirlos hasta el infinito.