Apenas 20 minutos después de iniciar el largo camino que lo separa del santuario, las rodillas comienzan a sangrarle y los músculos de las piernas se resienten por la incómoda posición. Las manos soportan los golpes cada vez que el hombre pierde el equilibrio y se va contra el suelo irregular, a veces cortante.
Tiene la piel cubierta de una extraña erupción que el esfuerzo físico enciende al rojo vivo y que ni siquiera la ligera brisa invernal de esta noche de diciembre logra aliviar. A su alrededor pululan decenas de perros que se acercan curiosos para olfatearlo, pero pierden rápido el interés y se mezclan con la multitud que avanza lentamente.
Sabe que será un viaje difícil y, sin embargo, en su rostro no hay señales de angustia o preocupación; tampoco hay soledad en medio de tantos hijos de San Lázaro –con quien se sincretiza Babalú Ayé en la religión católica–, que al igual que él marchan hacia El Rincón para cumplir alguna promesa o, simplemente, agradar al santo para que no se olvide de protegerlos.
Antes de venir a la peregrinación que hará de rodillas hasta el final, deja listo un sencillo altar que ha prometido mantener encendido y servido durante un año para que Babá, como también le dicen sus hijos, se lleve lejos esta rara enfermedad que le come la piel y para la cual no encuentran cura los doctores.
Se cuidó mucho de que no faltaran miniestras y granos como el maní y los frijoles. Tostó pan y tumbó unos cocos verdes repletos de agua. Colocó entre las velas y las flores unas mazorcas de maíz tostado, aunque separó algunas para preparar uno de los addimús preferidos por Babalú Ayé: el majarete con leche.
Él mismo se encargó de rayar el maíz, bañar las tusas con agua y leche, obtener un atol con ambos ingredientes y colarlo para eliminar impurezas. Con sus manos removió pacientemente la mezcla salpicada de azúcar, anís y canela hasta que estuvo cocida por completo.
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Cuando lo sirvió en pequeñas dulceras que puso a los pies de su santo, la casa se cubrió de un aroma suave y acogedor a maíz recién cocinado, que ahora mismo Babalú Ayé estará devorando con deleite mientras sus devotos lo animan con cantos y rezos, de camino al santuario de El Rincón.
Dentro de un año, si su cuerpo se salva de las llagas, ya tendrá a bien este hijo y aunque no forme parte de su promesa, sacrificarle una gallina de Guinea, quizás una paloma o un gallo grifo al viejo San Lázaro, quien ha sido designado para salvar a los humanos de las más virulentas epidemias.
Todos los que pasan junto al hombre de rodillas le dan apoyo silencioso, le abren camino para que pase sin dificultades y lo ayudarán a levantarse al final, movidos por una humana solidaridad y por un religioso respeto, porque en realidad nadie sabe cuándo podría estar en su lugar, con el cuerpo lleno de calamidades y las manos suplicantes extendidas hacia el Orisha curador.
Ilustraciones: Orishas’Collection cortesía Lisse Leivas