Crónica de la visita casi forzosa a un restaurante de antología.
La L. mi secuaz y yo compartimos alojamiento en una decadente edificación del interestelar poblado de Santa Fe. Si no te ubicas correctamente aún con el Google Maps en la mano, te explico mejor: hay un Santa Fe justo en las afueras de Buenos Aires, Argentina. Ese no es. El Santa Fe de nuestra historia es un lánguido suburbio marinero ubicado en donde La Habana pierde fuerza de voluntad y accede gradualmente y a despecho de todos, a transformarse en Artemisa.
Geografías aparte, el hecho de nuestra coexistencia, la de la L. y mía, debería ser memorable para la industria del alojamiento: dos personas tan irresponsables y con criterios morales tan laxos no deberían vivir en la misma cuadra, no hablemos ya de compartir casa. La arquitectura milagrosa de nuestra economía y política compartida continúa siendo un misterio para familiares y amigos.
Lo extraño, amigo lector, es que, en lugar de precipitarnos en la mala vida, este que les habla, quien siempre ha sido la viva estampa que acompaña a la definición de "flaco" provista por Wikipedia, ha ganado peso, merced de la tranquilidad solo a veces perturbada por los enconados intercambios respecto a quien friega y a la libertad para inventar en la cocina.
Y al patio. Tenemos un patio pequeño, descuidado y lleno de malas hierbas, pero del cual, de vez en cuando, sacamos alguna maravilla que, me comprometo, comenzaré a compartir con ustedes.
Por ejemplo, la yerbabuena. Por varios meses desaparecida, el consejo de echarle agua a la tierra aparentemente baldía en las noches ha convertido a la aromática hoja en una mala hierba bien aprovechada por estos días de intenso calor.
Meses atrás, en una visita a Hecho en Casa, descubrí los beneficios de incorporar unas hojas de esa planta a la limonada hecha en batidora. Si algo puede este compuesto es hacer a la limonada más refrescante.
Como la pereza es uno de nuestros 7 pecados preferidos (tenemos varios), yo no tuve el valor o el interés de deshojar y batí con rama y todo para luego colar. Lo recomiendo, ¡quienes han probado el mojito Waoo!!, saben a qué me refiero.
Recientemente, y esta es la receta que quiero darles, la mata de mango del vecino comenzó a parir y a dejarnos por encima de la cerca regalitos que recolectamos con entusiasmo.
Un día de estos alguien con paciencia comenzará a hablar del mango, que no es una fruta, sino, más probablemente varias, diversas en términos de sabor (dulzura o acidez) tamaño y texturas. Hay para rato en esa gaveta, y el grado de madurez también es una variable. Estas en cuestión son de la clase que llamamos "mangas blancas", con un sabor poco acentuado y aún más desabridas pues no les ha llovido mucho encima.
Así que las uso para una bebida en particular. Lleva 4 o 5 de estas mangas, unos 60 ml de zumo de limón de ese de la cajita verde, dos cucharadas grandes de miel, 3 ramas de yerbabuena y azúcar al gusto.
Yo (perezoso, les dije) no pelo las mangas, corto dos rebanadas con cáscara y todo lo más pegadas a la semilla posible y desecho lo demás. De esas "mitades" saco la masa con una cuchara de té. Cargo la batidora con estas en el fondo, echo el limón, el azúcar, meto la yerbabuena y luego la miel. Relleno con agua hasta que cubro completamente el mango. Bato hasta que la mezcla toma un color amarillo verdoso. Trasvaso y ajusto la textura y el sabor añadiendo agua y/o azúcar en caso de ser necesario.
Cuestión de gustos.
Cuelo apretando como los pobres la masa de hilachas de mango contra el plástico sufrido del colador y envaso. Por lo general obtengo alrededor de un litro o más de esa mezcla que va a parar al refrigerador. No les aconsejaré lo suficiente que no enfríen con hielo en este caso, ni añadiéndolo al vaso en el que lo sirven, ni poniéndolo antes, en la batidora: En el caso de esta receta, como en la vida o el sublime arte de compartir alojamiento cuando se trata de dos locos vagos y moralmente cuestionables, todo es una fina cuestión de proporciones.