¿Cómo te lo digo lector? Yo quisiera ser una buena persona, yo quisiera que las excursiones familiares de domingo me llenaran de alegría y renovaran las entretelas más profundas de mi sensibilidad, mi espíritu festivo y mi amor por quienes me rodean.
No, no quisiera eso. Yo quiero mi cerveza fría, mis masas de cerdo fritas y mis comedias ligeras y que nadie me saque del cuarto los domingos o me obligue a usar zapatos. Yo soy un troll de puente común y corriente de lunes a sábado con la sola excepción de un #ViernesCasual de vez en cuando pero los domingos... los domingos una mariposa puede batir sus alas sobre la superficie de mi indiferencia y generar que mis quejas se escuchen del otro lado del planeta.
A eso le dicen en Santa Fe "efecto mariposa".
Así que no aprecié que la L., secuaz titular de estas croniquillas, decidiera arrastrarme un domingo en plena canícula a subir la loma del Cristo. Aprovecho para pedir disculpas y encomiar la labor del personal del Emboque de Luz, la Lanchita de Regla y la ruta 27 sin cuya estoica paciencia esta pieza de literatura sería imposible. Al menos uno o dos de ellos aún debe conservar un tic nervioso al pensar en el adolescente de mediana edad que debieron transportar.
Para compensarme por mi sufrimiento, o como ella gusta de enfocarlo, para que se me pasara la pataleta, la L. me llevó a Mediterráneo Havana.
Rewind: la semana anterior, sábado, nos habíamos presentado en este ya célebre rincón del Vedado. Puede haber sido desidia del servicio, puede haber sido resultado de un desbalance en nuestro karma o porque el vestido que la L. llevaba era particularmente estridente. Pueden ser las dos docenas de turistas estadounidenses enfrascados en un intercambio pueblo a pueblo con el menú en el salón principal. El caso es que no tuvimos suerte y nos retiramos sin poder comer.
Así que imaginarán la dimensión de mi frustración al elegir el lugar.
Mediterráneo es una adorable casa blanca de dos pisos en el Vedado, con una terraza particularmente proclive a los encuentros de intimidad. El salón principal y el bar pueden ser discutidos y al menos el primero saldrá mal parado, pero si lo que buscas es magia y atmósfera esa terraza hace el truco.
Requiere una parada y pasada de mano. En las esquinas, las patas de las mesas, los detalles de los manteles, se nota la huella ligera de las muchas visitas.
Acaparamos la atención en la hora más soporífera de la semana estándar cubana pidiéndonos una cerveza que bebimos como agua dadas las inclemencias del proto-verano que sufrimos. Pasamos a mayores de inmediato. Me pedí una ensalada del mar, mezcla de pulpo con pescado y mariscos con un aderezo muy ligero, mientras mi acompañante y mecenas le entraba a un pulpo a la genovesa – esto es en salsa pesto – que de veras se llevó todas las palmas. ¿Qué pasa con los restaurantes en esta ciudad que tienen más imaginación y celo para los entrantes que para los platos fuertes?
Brisa de aprés midi sur la mer y pies descalzos... ya puestos en lo de perdonar el crimen innombrable de ponerme zapatos un domingo, le solicitamos al dependiente-mago que hiciera el truco de aparecer una botella de blanco en su cubeta de hielo y en tal contexto nos fuimos a por la mariscada.
Una mariscada monumental, lector. Más que un poema, degustamos la versión en frutos del mar del Quijote de Alexis Díaz-Pimienta con prólogo de José Saramago. Suficiente para que termináramos la botella, diéramos por casi terminada la velada, pusiéramos para llevar la mitad y con ella nos preparáramos un almuerzo mediterráneo al día siguiente.
La comida (con la excepción de la exuberante mariscada) estaba primorosamente conformada en tonos de un desarreglo meticulosamente calculado. Los platos no obedecían a una composición definida y, sin embargo, resultaban de un balance armónico.
La tarta mediterránea, una suerte de cheesecake con topping de frutos del bosque - un término que a mí, guardián del más descuidado patio de Santa Fe, casi un bosque, no me dice nada - fue la guinda.
Pocas palabras y suspiros de satisfacción, un sorbo de añejo digestivo y el café sorbido sobre las últimas migajas de la tarde. Cosa de magia pura, hechizo de las pequeñas cosas que torna al troll de puente promedio en un príncipe ahíto.