Día de combate en el que Máximo Gómez consigna en su diario que el destino “preparaba a nosotros y para Martí, la más grande desgracia”.
Sobre la muerte del Apóstol se ha escrito profusa y a menudo contradictoriamente. Por largo tiempo se ha debatido si fue casual su encuentro con la inmortalidad, si fue o no rematado por Antonio Oliva y los pormenores del intercambio entre Gómez y el coronel español Ximénez de Sandoval, jefe de la unidad bajo cuyo fuego Martí murió.
Las historias adquieren visos de leyenda cuando se refiere que quizá la predilección por el café que tanto Martí como Gómez tenían puede haber estado en la génesis de este desdichado evento pues era esa una de las encomiendas que llevaba el campesino que supuestamente, tras ser capturado, reveló la posición de las fuerzas mambisas a la columna española que salió en su búsqueda.
Sin embargo, uno de los elementos más estremecedores de entre los que rodean la muerte del Apóstol es el respeto mostrado casi universalmente por sus contemporáneos.
Desde el Ximénez de Sandoval que se negó a aceptar el “marquesado de Dos Ríos” otorgado por la corona española porque, dijo, «lo de Dos Ríos no fue una victoria; allí murió el genio más grande que ha nacido en América»; hasta el capitán del Ejército Español Enrique Ubieta, el general Garrich, comandante de la plaza de Santiago de Cuba y el general Salcedo comandante de la Primera División del Ejército en campaña en la provincia de Oriente, quienes conminaron al Ayuntamiento de esa ciudad a que eximiera de pago el primer entierro que se hiciera de los restos de Martí en Santa Efigenia y su permanencia allí por 5 años, asegurando que de no hacerse así, ellos mismos abonarían el dinero.
Pero la más sentida muestra de respeto vino, por supuesto, de las filas cubanas y de la persona del Generalísimo y la reflejamos tal y como la refiere Ciro Bianchi en una serie de artículos que publicara Juventud Rebelde en 2010 sobre las circunstancias que rodearon a esta muerte lamentable:
El Cauto y el Contramaestre confluyen en Dos Ríos, a tres kilómetros al norte noroeste de Palma Soriano. En camino hacia ese sitio, aquel 9 de agosto de 1896, Máximo Gómez dispuso que cada uno de sus hombres, desde los soldados hasta los oficiales, recogiese una piedra del río. Enseguida la tropa se puso en marcha, en silencio. Solo Gómez hablaba. El lugar, al fin, apareció ante sus ojos cubierto por la hierba de guinea. Ordenó su limpieza y, una vez desbrozado, el Generalísimo primero y Calixto después dejaron caer en el punto de la tragedia las piedras que portaban. A continuación lo hicieron los jefes superiores, seguidos por sus subalternos hasta el último soldado.
Se levantó así una pirámide rústica, con la cruz de madera al frente, «de cara al sol», como Máximo Gómez recordó allí oportunamente que Martí quería morir. Evocó el Jefe del Ejército Libertador el combate de Dos Ríos, el 19 de mayo de 1895, la situación comprometida, la noticia inesperada de la desaparición de Martí, la incertidumbre acerca de su muerte, la imposibilidad del rescate… Algo dejó muy claro el General en Jefe: el Delegado del Partido Revolucionario Cubano fue a la muerte «con toda la energía y el valor de un hombre de voluntad y entereza indomables». Dejó sentado un compromiso: «Todo cubano que ame a su patria y sepa respetar la memoria de Martí, debe dejar siempre que por aquí pase una piedra en este monumento».