Dejan el campamento de Quintín Banderas y se mueven hasta Altagracia de Venero donde encuentran a Manuel Venero y su familia, quienes les brindan café. A la noche matan reses para comer.
Encuentran a Miró Argenter quien se pone bajo el mando de Guerra también gracias a la mediación de Martí.
Se habla de la situación en La Habana, donde los integristas y otras fuerzas opuestas a la Independencia, procuraban desacreditar a Martí en quien evidentemente reconocen un pilar del esfuerzo revolucionario. La presencia de este en Cuba es un rudo golpe para la campaña de difamación.
Martí vuelve a la carga con la necesidad de desabastecer al adversario como herramienta para la victoria, la necesidad “de sacar al enemigo de las ciudades, de picarlo por el campo, de cortarle todas las proveedurías, de seguirle los convoyes”.
Por esos días tanto Gómez como Martí consignan en su diario varios actos de justicia ejecutados en cubanos que aprovechan el marco de la guerra para dedicarse al pillaje, algunos de ellos miembros de las propias fuerzas del Ejército Libertador.
Ello mina el acceso a recursos y la relación con la población civil, sin la cual la capacidad de mantenerse abastecidos, informados y, en buena medida, protegidos, mengua drásticamente.
La penalidad por esos actos, por tanto, siempre es la misma: muerte por fusilamiento.