Si, como sospechamos, también las series se han convertido en una parte de la cultura global a la que no somos ajenos, entonces probablemente te sonará el título de esta croniquilla que bien podría servir para nombrar al mismísimo concepto bajo el que conversamos tú y yo.
Como Viola Davis en How to get away with murder, nos toca complotarnos para salir a comer fuera, llevando las cuentas de lo vivido. Como el elenco de esa serie, sorteamos con variable fortuna los escollos que nos imponen en nuestro caso, la circunstancia, aventura y maravilla de la restauración por estos lares.
Tras muchas cucharadas recorridas, hemos aprendido que no son pocos ni previsibles todos los factores que pueden afectar una buena velada, y que siempre hay más.
Por ejemplo, semanas atrás me alegré con la perspectiva del regreso a Idilio, sobre el que escribimos aquí mismo, feliz nota en su momento. Cinco de cinco para el servicio, la misma puntuación para el ambiente y un sólido cuatro para la comida, fueron los argumentos para la propina y la promesa de regresar.
Fue por eso y por la cercanía que lo elegimos aquella tarde de sábado, una buena hora antes del horario pico que viene a caer alrededor de las 8 p.m.
La L., mi secuaz, la A., secuaz suplente y ya inevitable compañera de aventuras y yo fuimos recibidos de la misma manera amable a pesar de nuestra... ¿cómo describirla? "apariencia casual" y conducidos al área de espera. De hecho la palabra "misma" podría ser repetida hasta el hastío al comparar esta ocasión con la precedente: mismo lugar y misma carta, mismo día y hora, mismas mesas y estilo y hasta el mismo servicial dependiente. Lo único divergente, por cierto, fue el resultado.
La espera fue inusitadamente larga, y tuvo lugar en un espacio poco preparado para recibir a la docena de personas que llegamos a acumularnos ahí. Exonero al staff que hizo su mejor esfuerzo para acomodarnos a la menor brevedad y justo es decir que reservar por adelantado se ha convertido en necesidad en buena parte de los mejores restaurantes de la ciudad... Y que nosotros los clientes seguimos haciendo lo que nos da la gana.
Las mesas del salón estaban más apiñadas, el servicio colapsado al punto de que nuestro dependiente, que en la visita anterior diera cátedra de profesionalidad y buen tino, olvidó las bebidas y nos trajo los platos de la manera más dispersa y en los tiempos menos indicados.
De hecho el pobre hombre parecía a milímetros de morderse la femoral de desesperación y no era el más presionado de todos. Si has estado ahí sabes de las mínimas dimensiones de la cocina expuesta de Idilio, una parrillada tripulada por dos intrépidos cocineros que por lo general ejecutan un verdadero cooking show, sencillo, pero agradable a la vista. Para mantener el ritmo la pareja de turno se había transformado en un verdadero video comercial de Red Bull... sin ser suficiente.
Pedimos variado: la brocheta mixta, el pescado, los camarones, luego de los inevitables tostones rellenos y la crema de calabaza con bacón, de postres dulce de guayaba y café, más los cocteles y cervezas de rigor.
La comida estuvo bien, si entendemos que "bien" es poco para un lugar que ha ganado ya un "excelente". Le faltó, a mi juicio, el toque que acompaña a las cosas hechas con tiempo y cuidado. ¿Y cómo podía ser de otra manera?
No me entiendas mal, amigo lector. Esta crónica dista mucho de ser un ataque frontal contra un restaurante... contra un lugar (en el más amplio sentido) que adorna esta ciudad y es fuente de deleite para quien lo visita.
Mi punto, si alguno quiero hacer, es este: puede que la crónica anterior haya puesto su grano de arena en traer a la puerta de Idilio el reconocimiento que merece y soy el primero el celebrarlo y vivir a plenitud la satisfacción que de ello emana. Pero si el objetivo comercial de un restaurante es el éxito, quien lo administra debe cuidar de que no conspire en contra de sí mismo.
Si, de repente, los miles de personas que consultan AlaMesa se tornaran millones, costaría apenas un puñado de clics y una modesta inversión monetaria el garantizar que la calidad de la experiencia vivida al navegar por nuestras páginas fuera la misma.
Al acto de modificar la infraestructura para confrontar mayores volúmenes de demanda sin afectar la calidad del producto se le llama "escalar" y la capacidad de un modelo de negocios de hacerlo (escalabilidad) es neurálgica a la hora de evaluar sus posibilidades de éxito.
Un restaurante no es un negocio fácilmente escalable. El atender mayores cantidades de clientes requiere de inversiones sólidas y de un trabajo permanente en la optimización de los flujos y aun así, tiene límites impuestos por la realidad.
Hay maneras de controlar ese flujo, de administrarlo para darle un respiro al equipo del restaurante y proteger eso que atrae quienes tocan a su puerta: la calidad de la experiencia. Algunas de esas maneras pueden chocarnos, como el requisito de la reserva previa o un (¡horror!) aumento de los precios.
Si todos los involucrados - el restaurante, su equipo, sus clientes - queremos (como Viola Davies) salir impunes de encuentro entre las expectativas y las realidades, ello requerirá que tengamos una imagen clara de lo que hace al lugar excepcional y la voluntad de tomar las decisiones necesarias para protegerlo.