Había un sol casi tan alto como mis zapatos —me dice sin gastar tiempo en un saludo— pero el compañero sol, tal vez por su condición de «astro rey», no tenía que caminar por aquellos adoquines encendidos de la Habana Vieja. ¡Yo sí!”
Se sienta, exhala el cansancio de su andanza y comienza el relato de esa tarde.
Desde hace casi un año, llega a cualquier hora a contarme detalles de su última aventura gastronómica. Se empeña en vano en sacarme de mi casa —donde me refugié luego de cierto accidente intelectual—, pero aun encerrado a voluntad le agradezco no solo su excelente compañía, sino que me conserve y devuelva en sus charlas los colores de una ciudad que a veces temo también se haya encerrado para mí y no quiera salir a verme.
No, no soy el sultán Shahriar ni ella es Sherezade. No sé si sus historias cubanas llegarán a mil y una noches, pero sus ojos son mis ojos y, para alumbrar mi penumbra, ella los enfoca en lo que llama su «único rezago aristocrático»: la buena comida, a la que dedica algunos ingresos regulares («nada del otro mundo, querido», me aclara) y a la que encauza la buena voluntad de unos pocos amigos de ley. Un matrimonio entrañable, que a veces vuela el Atlántico buscando los aires de su Isla, suele invitarla a que los invite y ella, que no conoce mejor reto que desafiar una buena nueva carta, no se hace de rogar.
A eso y a escribir versos dedica sus días. Luego me cuenta o me lee. Y cuando vuelve a su casa de un restaurante, cansada y feliz, dedica un rato a traducir los garabatos hechos en la servilleta y adelantar en la laptop los dos libros de recetas que prepara: uno dedicado a multiplicar esos platos que ha probado en la cofradía de contados restaurantes, y otro que se llamará Cocina de otro mundo y que incluirá las recetas que ella misma está creando bajo el cuidadoso dictado de su paladar.
Bueno… es el entrante de estos relatos. La he presentado. No tiene mejor nombre que Ella. Si quieren, se las dejaré ver a menudo por esta Habana nuestra, a partir de las señas que me da. Será para mí otra manera de caminar la ciudad.
Cinco esquinas, un alivio
Definitivamente, quienquiera que haya inventado los tacones, allá por el siglo XV, sería enemigo jurado de quienes mucho antes habían llenado las principales calles del mundo de adoquines. En franco siglo XXI, la Habana es escenario de la disputa: tacones y adoquines sacan chispas a diario en un duelo caribeño, especialmente al mediodía. Ella lo sabe, lo dice, lo sufre ahora que, como un galeón en mar rizada, camina a la hora del meridiano, seis centímetros por encima de otros mortales, por las ardientes vías del centro histórico.
Va por la calle Habana, sudada, y a la altura de la esquina con Cuarteles suspira aliviada. Ha llegado a 5 esquinas Trattoria y sabe que su agotamiento y apetito tendrán allí pronta buena recompensa.
Esta vez declina las mesas exteriores. Entra, se sienta cerca de un ventilador y deja que Andrea Bocelli le susurre al oído Il Mare Calmo della Sera. El italiano llegó en el momento justo: ella imagina las nocturnas olas de ese mar calmado y se sumerge en ellas mientras escribe su servilleta con letra pequeña. Son versos, semillas de algún poema por germinar. En eso la sorprenden cuando le preguntan por su pedido.
Duda… en 5 esquinas Trattoria hacen unos espaguetis a la carbonada que le quitan el sueño pero nunca el apetito. No se aburre de ellos: así de exquisita es esa mezcla de bacon, mantequilla, huevo y crema de leche. ¡Y espaguetis, claro, y espaguetis…! Pero hoy no va a pedirlos.
Ahora se decide por una pizza de chorizo que encarga casi sin subir la vista de lo que escribe. Por ruego suyo, el dueño, que atiende y sirve por sí mismo, pide la marcha al cocinero con una aclaración: la muchacha está apurada.
Desfallecida era el término, pero funcionó igual: dieciséis versos después, tenía ante sí, sobre una lata común de puré de tomate —uno de tantos sellos de casa—, una delicia poco común: la masa fina como vehículo de un queso de láctea delicadeza, el tomate en sus dos caras nobilísimas: al natural y en su salsa, la hierbabuena y un chorizo que desde el olor marcaba su auténtico pasaporte de origen.
Los cubiertos quedaron esperando en su singular «bandeja» de lata. Ella empleó los más antiguos y precisos: sus manos… se quemó las yemas con aquella pizza espectacular y pensó —¿avance de algún poema?— que la temida palabra «¡caliente!» puede tener sabores que la apacigüen.
La ciudad está esa tarde más habanera que nunca: de la calle se filtran los pregones. Ella quiere llevar lo que quedaba («es mucha pizza», le explica al dueño del lugar) y, cuando le colocan en un termo pack la porción que más tarde subirá otra fiesta hasta el techo de su paladar, escribe en su servilleta una línea del poema del mañana y sale a la calle, a enfrentar con su paz el bochorno que da el sol y a ganarle el paso a cada adoquín con la enhiesta espada de sus tacones.
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Este artículo forma parte de nuestro especial anual "Bajo la Piel 2016"