Parte de la fascinación que Martí ha ejercido en el imaginario colectivo de quienes lo conocieron y que pervive en generaciones posteriores se debe a su vasta cultura. Es el sustrato del que se alimenta su oratoria, es la arcilla con la que moldeó su obra literaria y por supuesto, es la dote que trajo a su noviazgo con la Revolución.
Martí era un "hombre de mundo", persona con conocimientos diversos y divergentes. En su contexto, el del siglo XIX, ello era enormemente reverenciado. Quizá nada dé una medida de esto como la descripción que del Apóstol hiciera Enrique Collazo:
Era Martí pequeño de cuerpo, delgado; tenía en su ser encarnado el movimiento; era vario y grande su talento, veía pronto y alcanzaba mucho su cerebro; fino por temperamento, luchador inteligente y tenaz, que había viajado mucho, conocía el mundo y los hombres (...)
La gastronomía no escapó a la curiosidad del hombre que vivió en varios continentes, del conspirador, del poeta solitario, del hermano, hijo y amigo, para quien la buena mesa era centro de necesarias tertulias.
Deshagamos cualquier mito: ni conocimiento ni vocación hacen de Martí un gourmet. Para lo primero carecía del tiempo y respecto a lo segundo, una nota entre los apuntes de su viaje a Guatemala es clara:
Hecho a la pobreza, no vivo sin sus modestas elegancias, y sin limpio mantel y alegre vista, y cordial plática, váyanse de mí, y no enhorabuena los guisados más apetitosos. Como es una función, nunca un placer, fuerza es amenizarla, para hacerla llevadera; y disfrazar con limpias bellezas su fealdad natural.
Era apreciado, sin embargo, por conocer lo que había en su plato.
Su estadía en Nueva York fue quizás el periodo de su vida del que más se supo, merced del testimonio de las innumerables personas que conoció y de su profusa escritura. A partir de todo ello, quedó establecida su afición por la cocina italiana.
Ello es comprensible dado el contexto. Nueva York era el puerto de entrada de una riada de emigrantes que huían de las difíciles realidades económicas de su terruño. El número de pequeños establecimientos que ofrecían platos italianos difícilmente puede ser calculado, lo que conspiró para hacerla asequible al bolsillo de un poeta, escritor y diplomático que donaba casi todo lo que ganaba a la causa de la libertad de Cuba.
Pero no solo por razones económicas prefiere Martí esos platos. Muy probablemente fue sujeto de una nostalgia nacida de sus orígenes y del tiempo vivido en España, país cuya cocina aún hoy comparte con la italiana aromas y maneras.
Martí era un aficionado al vino, referencia recurrente en su poesía amorosa - en la que constituye a veces una representación de los labios - y en otros poemas en los que encarna una alegoría del destino... del vía crucis que debía encarar alguien en la búsqueda de lo que el Apóstol buscaba.
Mucho se ha dicho acerca de su consumo del Mariani.
En 1863 el químico corso Angelo Mariani comercializó una mezcla de vino con extracto de hoja de coca. La bebida era un energizante, útil para un Martí aquejado por decaimientos asociados a una infección que padeció largamente, y quien llevaba por demás, un sobrenatural ritmo de trabajo.
Esta bebida contenía entre 6 y 7 mg de cocaína por onza, sustancia que no fue declarada ilegal hasta principios del siglo XX. La lista de celebridades de la época que compartieron esta afición con Martí es larga e ilustre e incluye al Papa León XIII quien otorgó una medalla al creador y autorizó al uso de su efigie en la etiqueta.
Sin embargo, propósitos médicos aparte, el vino preferido de Martí fue sin duda el Chianti.
Oriundo de la región de Siena en Italia, el Chianti es un tinto seco con un contenido alcohólico superior y un cuerpo robusto y fuerte. Suele tener aromas y notas frutales, especialmente a cereza y sabe mucho mejor en compañía de comidas.
Lo que nos lleva al dilema de una posible "Cena Martiana". ¿Tendremos la oportunidad de recrear una de esas veladas en las que el Apóstol de la Independencia de nuestra nación compartió con allegados?
El reto parece cuesta arriba. La cocina italiana, como tantas otras cosas, ha evolucionado lo suficiente en los últimos 100 años como para requerir una profunda investigación.
También el Chianti ha cambiado: la fórmula que el barón Bettino Ricasoli comenzara a utilizar en 1872 - 7 partes de uva sangiovese, 2 de canaiolo y una de malvasía - fue dramáticamente afectada a finales de siglo cuando la plaga de filoxera que afectó a toda Europa atacó esa región italiana.
Pero por sobre todo, falta la complicidad del propio Martí. Consecuente consigo mismo y su voluntad de convertir la gastronomía en un elemento de importancia, pero al ajeno al centro de su vida, fue poco lo que nos dejó en términos de detalles sobre esos momentos, quedando entonces a la imaginación de quienes hoy añoramos haberlo conocido.