Establezcamos un par de hechos, amigo lector. Primero y más obvio: esta digital cuartilla es un espacio regido imperialmente por mí, merced del apoyo popular del que disfruto (ese eres tú, el “apoyo popular”). Importante destacar que para ello tenemos la dicha de contar con el asesoramiento, dirección y mangoneo de la L.
Segundo: la gestión de ese triunvirato (tú, yo, ella), está regida por normativas de estricto y universal cumplimiento que garantizan la estabilidad del sistema, la entrega esporádica de reseñas sobre experiencias gastronómicas de variable calidad, el bien y la justicia.
Ello implica que esta vez nos la han jugado. Explico:
Salvo escasas excepciones, no escribo dos notas sobre el mismo restaurante. Así maximizo la cantidad de experiencias exploradas desde mis sentidos e impresiones muy personales y minimizo el gasto financiero en el proceso. No escribo nota sobre lugares a los que me ha invitado la administración, primero porque casi nunca ocurre (y bien que lo desestimulamos), segundo, porque de hacerlo comprometería mi imparcialidad.
Esas han sido por años regulaciones racionales que han regido este espacio. Pero es que tengo que compartir esta contigo.
Fuimos emboscados por Mae, lector, consumidora impenitente de este boletín (de ahí sacó la información de inteligencia para su trampa) y colateralmente reina regenta de El Litoral. ¿Sabes? Ese lugar en el Malecón...
Invitación, tarde de presentaciones, choque de copas, citas textuales, tour de lujo por el sótano y ríos de vino blanco. Sobre las 7 estábamos casi todos (el gafitas con pinta de intelectual bohemio, el chino barbudo con números en la cabeza y la criollita de Wilson que lo escolta, el gordito fan de Ciego de Ávila, la niñita de los dibujos con su mamá...) y Mae, bajo los toldos de la entrada, pasado el atardecer.
Su truco era hacer converger una invitación según ella largamente debida en tanto lectora fiel, con una “prueba dinámica” del menú de un nuevo espacio que está abriendo y el cual, anticipo, AlaMesa te traerá en exclusiva. Esos son los detalles... Así no me remordería tanto la conciencia a la hora de escribir, habida cuenta de que los platos, técnicamente, no eran de El Litoral.
Triquiñuelas y más vino blanco.
Abrió su asalto directo al pecho: Sashimi de atún de aleta amarilla con salsa de soya y aceite de sésamo; tataki de pescado, esto es filete de pescado marinado con soya, ajo, pimienta, aceite de sésamo y limón, sellado en plancha y reservado al vacío por una semana. En esa oleada venía también otra delicia en salsa teriyaki cuyo nombre me elude pero cuyo sabor se imprimió en mi paladar. Era una declaración de principios: comida japonesa con un poco de Perú y una pizca de lo nuestro.
Conversamos sobre los horarios, sobre los trabajos miles, sobre los retos de lo cotidiano asumidos desde estas costas, sobre perspectivas, sueños y desvelos. La primera ola fue alegremente despachada y atacamos la segunda: Unos montaditos muy especiales (tostadas de pan con guacamole, cebolla, limón, pimienta negra, sal y crudo de filete de pez perro), dos platos de pulpo grillado, uno sobre puré de papas con pimentón y chips de ajo y el otro sobre puré de papas con wasabi y chips de ajo. Este que está aquí, se fue sin pensarlo contra el picante verde. El contraste de texturas entre el puré suave y el pulpo crujiente quedaba así debidamente acentuado. Un tataki de res y unos dados de carne que desafiaban a la fantasía.
Cascada de emociones en otra copa: descubrimos que Mae era, además, una aguda mente comercial debajo de esa cuidada cascada de cabellos negros. Saludamos con salvas de artillería al maestro Ernesto Montells quien abandonó la cocina en la que, martillo y cincel en la mano, como Miguel Ángel, talló con precisión los platos que degustamos. 17 años de ejercicio de su arte, una andanada de aplausos de la peña que se chupa los dedos y otra ronda de vino blanco para los presentes.
Para los postres se nos acababa el valor y los argumentos y el espacio de calado. Mae nos tenía donde quería: ahítos y moldeables. Fueron demasiadas las cucharas sobre la única ración de casquitos de guayaba y elegantes los juegos de muñeca que llevaron a los labios el último café y los besos de despedida.
Puedes o no tomar mi palabra al respecto, lector, habida cuenta de que admito haber pecado en contra de nuestro personal arreglo, pero escúchame lo que te escribo: puede que estés leyendo una de las últimas reseñas jamás escritas sobre El Litoral, mi único argumento de defensa es ese. Puede que bien pronto este lugar integre el selecto panteón de los rincones dados por sentado, de los que no se espera sino la excelencia y el gozo y en donde solo el fracaso ameritará la noticia. Uno de esos sitios que se funden con ese sustrato mágico que convierte a esta ciudad en maravilla.
Y quería ser yo entonces quien te lo trajera, aun sobornado, porque más allá de las copas servidas para seducirme, sigo siéndole fiel a nuestro arreglo.