Rosa es joven, cubana, madre de un niño de apenas un año que la acompaña junto con su esposo en una misión en Siria. La Siria de la que hablamos no es la zona de conflicto que describen los medios hoy, sino el país apacible y seguro de hace una década, en el que la violencia ahora cotidiana era poco común y no había que poner pestillos a casi ninguna puerta. De hecho, Siria tenía para Rosa pocos inconvenientes, siendo uno de los mayores la ausencia de carne de cerdo, cuyo consumo previene la religión musulmana, la oficial en esa nación.
Tras meses de añoranza, la joven recibe por boca de amigos un crucial dato: en un rincón apartado de la geografía de ese país, en una oscura choza habilitada para el contrabando, un armenio (fiel a la tradición nacional armenia de no desperdiciar modelos de negocios rentables tan solo porque se encuentren en los raídos límites de la legalidad) vende carne de cerdo y sus derivados.
Como sabemos, la añoranza genera la necesidad, la necesidad alimenta al deseo y el deseo estimula a la imaginación. Rosa no se iba a limitar a cocinar aquello... ¡iba a violarlo! Llevaría a cabo todo el ritual del asado, con los amigos compartiendo las bebidas, los chistes, el aroma incitante. Su única preocupación era su hijo pequeño que jamás había probado cerdo antes.
La transacción, pago a precio de oro mediante, fue un éxito y Rosa se hizo, entre otras delicias, de un pedazo de jamón bien curado. Una vez en la casa, convirtió el jamón en finas lascas que acomodó prolijamente en una bandeja que fue a parar al refrigerador. La escena estaba montada.
Esa noche la despertó un ruido. Ella y su esposo desenfundaron quedamente sus bates de béisbol (medida cautelar de rigor a pesar de la tranquilidad imperante en Siria) y usando lenguaje de señas montaron un operativo para intentar cercar al intruso que se encontraba en la cocina.
Al irrumpir en esta, encendidas las luces, se encontraron al niño de un año parado frente a la puerta abierta del refrigerador tomando con la mano, una a la vez, las lascas de jamón curado y devorándolas sin prisa pero sin pausa. Descubierto y confrontado, el niño lanzó en su justificación una frase antológica para el humor familiar:
¡Qué iiiiiiiicomamiiii!".
Las moraleja principal de esta anécdota (basada en hechos reales pero con datos cambiados para proteger a los inocentes): "el jamón va en la parte de arriba del refrigerador", viene acompañada de otras igual de valiosas... Dígase: "lo de los cubanos con el jamón viene en el ADN", o la más importante para los efectos del presente escrito: la añoranza de la patria también es un evento culinario.
Si los cubanos tenemos, y de hecho lo tenemos, un vínculo especial con la nación, este pasa por la cultura y, por tanto, también por la gastronomía. Dicho con otras palabras, no extrañamos solo a los amigos, el barrio, nuestra manera particular de emplear el español, la música y el humor, el clima y el temperamento, sino también los sabores y olores que nos son peculiares.
Todos hemos escuchado lo de que el puerco "no sabe igual", junto con historias de frenéticas búsquedas de los ingredientes apropiados. Todos hemos visto emotivas imágenes de momentos en los que, en otra latitud, el simple acto de armar una comida típicamente cubana se convierte en evento máximo para un grupo de compatriotas que, cucharada mediante, se sienten más cerca de Cuba.
Y es increíble lo que se añora. La L., mi secuaz, ha contado en abundantes ocasiones cómo no dejó piedra por levantar en Irlanda hasta encontrar alguien que vendiera los plátanos (cualquier plátano) verdes para hacer unos tostones que casi nunca come acá. Este que les escribe recuerda nítidamente el deseo irrefrenable de comer torticas de Morón. Las leyendas escuchadas acerca de los medios utilizados por cubanos en el exterior para el contrabando de barras de guayaba son absolutamente increíbles y probablemente ciertas.
La parte de nuestra identidad que compartimos todos está más allá del raciocinio, no es especialmente lógica ni tiene que ver con argumentos: es un instinto que nos grita en el oído quiénes somos, cómo vemos el mundo y hasta qué comemos. Es por eso que logra situarse más allá de raza, edad, credo o posición política. Es por eso que sobrevive al tiempo sin desdibujarse... si acaso haciéndose más nítida.
Ni quien escribe, ni quien lee, ni este artículo en sí mismo, pueden proveer explicación o cura. No existe más remedio para melancólicos cubanos que tomarse los trabajos necesarios para hacerle la visita al armenio que nos toque, si existe. En esa aceptación yace la última comprensión de quiénes somos y el pleno disfrute de llevarnos a la boca, en cada cucharada, un pedazo de ese mínimo e intransferible país que habita el interior de cada uno de nosotros.