Quien escribe estas croniquillas conflexivas es orgulloso ciudadano de la municipalidad del 10 de Octubre desde 1983 y a mucha honra, y tiene razones demás para congratularse de ello.
Un momento para el recuento: cinco años atrás la única diferencia discernible entre la barriada de la Víbora y Sleepy Hollow era que los moradores de esta segunda localidad convivían con un Jinete sin Cabeza que amenizaba las noches del lugar con escabechinas selectivas.
¡Si tan solo tuviéramos la misma suerte!
El sábado por la noche promedio, el habitante de 10 de Octubre (cuyo gentilicio no me aventuro a deducir) estaba confrontado con la disyuntiva de irse a Vedado/HabanaVieja/Playa/MundoMejorPosible o quedarse en casa disfrutando de un capítulo más de La Película del Sábado.
El transporte urbano recaudó millones en el proceso.
Y por demás si regresabas a las 2 a.m. pasado de tragos, cantando canciones de Pedro Guerra (cuando me paso de tragos canto a Pedro Guerra) a media voz por el centro de la avenida Santa Catalina, lo hacías a sabiendas de que no te sería concedida la merced de una peripecia al estilo de un asalto, intento de robo, etc. Pasar cuatro horas agazapado en medio de un silencio suburbano a la espera de una víctima menos que probable es más de lo que los nervios del lumpen promedio podrían soportar, así que no.
Que conste que yo también viví mejores tiempos: comí hamburguesas en El Niágara, pizzas en El Fiore y hasta pollo frito en el Pio-Pio de Estrada Palma y Calzada de 10 de Octubre (donde está la panadería), pero era esta una tierra de pocas posibilidades incluso antes de que el Periodo Especial (ese Caribbean-style pocket-size Holocaust) borrara a buena parte de las opciones gastronómicas locales del mapa.
Las cosas vinieron a cambiar en 2010, con las leyes nuevas. Fue un proceso gradual representado por la evolución de 555 que pasó de mostrador en el portal, a cafetería con mesitas y de ahí a restaurante con horno de leña y zona de concentración de los vecinos los domingos en la tarde-noche.
De repente, la esquina de Heredia y Acosta en donde estuviera la primera parada de la 201, se transformó de un tenebroso bar cuyo producto estrella era un expendio de helados frozen (juzguen ustedes), en un dinner especializado en comida italocubana y sándwiches. Manual de identidad, logotipo exclusivo, menús de pvc, barra de madera barnizada, toldos. Hasta sembraron flamboyanes alrededor.
De ahí la lista se ha hecho larga: Lateral, El Mirador de Acosta, La Fuente, Villa Hernández, Melesio's Grill y más. El viejo y bueno La Orquídea veterano donde los hubo, sigue siendo un jardín secreto ahora en medio de campos más floridos.
No describo un panorama idílico, sino un pedazo mínimo de lo que tiene que ser algo que, por cierto no es tan común por estos lares.
Mi novia y yo nos escapamos de ropa civil y casual una tarde de sábado hasta una de las nuevas adquisiciones del barrio: Casa Godo (coming soon en AlaMesa).
Un patio trasero inmenso al que se accede por un largo pasillo externo a la casa, alberga una edificación estilo cobertizo grande muy en el estilo constructivo de Expocuba saben esos paneles grecados rellenos con espuma rígida a veces. Cocina al fondo, bar en una esquina, mesas también en el acceso exterior al cobertizo, justo debajo de la mata de mango. Para la incomodidad que implican las hojas de la manguífera índica cayendo sobre tu almuerzo, se han inventado una suerte de malla protectora que cuelga sobre nuestras cabezas.
En un rincón alguien dispuso una mesa baja con rompecabezas y juguetes de colores con los que entretener (difícil empeño, digo yo) a los niños pequeños cubanos de estos tiempos. A juzgar por la predilección por tenedores y cuchillos que mostraba la sonriente nena de menos de un año de la mesa de al lado, no eran particularmente efectivo, pero la intención era genial.
La comida era la clase de cosas por las que te dan 3 en la universidad: nada era título de oro nada estaba suspenso.
De entrantes frituras de malanga y garbanzos fritos. Todo elaborado mediante la receta más clásica y sin exhibir traza alguna del uso de la imaginación Cero salsas exóticas, cero caprichos del chef.
Ambos tomamos la brocheta de cerdo con camarones: ración abundante, común y corriente, guarnición de arroz blanco, vegetales y vianda frita. Por nuestra cuenta nos echamos picante porque sábado por la noche es sábado por la noche.
Ella pidió el vino rosado de la casa y yo un daiquirí bastante decente adornado con trozo de lo que solo después de larga investigación logré determinar era frutabomba. (¿¿¿???)
A los postres estábamos ahítos. Mejor dicho YO estaba ahíto, ella está a dieta.
Aun así encontramos espacio para compartir un flan con frutas (aprovecho para declararme en contra de esa manía femenina de compartir el postre. Mi postre ES MÍO).
Si la comida fue poco memorable, el servicio no fue suficientemente atento y debí esperar por mi daiquirí afrutabombado hasta casi los postres (y era mi primera bebida). Mientras tanto, le sirvieron trago a los de la mesa de al lado que llegaron mucho después, incidente que reportaré ante Sandra Álvarez.
Si los elementos anteriores estaban solo bien, los precios en cambio eran excelentes y el ambiente era más que apropiado para veladas de fin de semana en familia.
El punto es que como Casa Godo, que se define como restaurante familiar la mayoría de los establecimientos surgidos en mi barrio vienen a llenar un nicho de mercado con visos de función social.
Un restaurante familiar es una suerte de pilar comunitario, espacio al que acudimos cuando no queremos lidiar con quehaceres y podemos pagarnos el lujo, cuando deseamos romper las rutinas todas o conviene agasajar a visitantes inesperados.
En estos lugares una cocina particularmente experimental no es la idea y hasta conspira contra el éxito, el segmento de mercado está definido fundamentalmente por la cercanía y ello implica que los precios deben ser lo más asequibles posible y el nivel de complejidad gastronómica entendible para la mayoría.
Sin embargo juega un papel no solo como lugar de esparcimiento, sino también educativo. Es ahí a donde llevamos a nuestros hijos a aplicar las normas de educación aprendidas en la casa. Es allí en donde fomentamos hábitos alimenticios y habilidades sociales y hasta creamos paradigmas de divertimento sano.
Un administrador avispado incluso lo convertirá en un espacio de experimentación personal de sus clientes más sistemáticos, sugiriéndoles periódicamente maridajes y combinaciones, trucos del oficio que eleven la cocina de todos los días al nivel de experiencias memorables.
*El término conflexión es propiedad intelectual del artista gráfico Garrincha quien lo define como una mezcla a partes iguales de reflexión y confesión.