Si algún propósito tienen nuestros escritos es el de probar a los que leen que un restaurante es encrucijada entre arte, necesidad fisiológica, entretenimiento y comercio y que con tantos y tan grandes caballeros sentados a la mesa no es fácil servir a todos con buen tino.
Nos hemos referido a cuanto elemento nos ha parecido de interés dentro de los que conforman el sector para reforzar la idea de que quien se adentra en este territorio debe cuidar con esmero de cada detalle, evaluándolo sistemáticamente sin dar nada por sentado.
Uno de tales detalles es la manera en que condensamos la esencia de nuestra propuesta comercial y culinaria en palabras.
Las palabras son codificaciones. Un individuo toma una idea y la traduce en términos que entrega mediante el habla o la escritura a otros que a partir de estos recrean la idea original. Como ambos individuos comparten de antemano sistemas de codificación como idioma, alfabeto, conceptos atribuidos a cada palabra, este proceso es posible.
Tranquilos ahora... siguen estando en el Blog de AlaMesa y no en un newsletter sobre filología, ciencia que de antemano decimos respetamos pero no dominamos. Pero es cierto: muy a menudo debemos explicarle a aquellos que no conocen de nuestro restaurante qué es este valiéndonos exclusivamente de palabras.
Y es ahí donde chocamos con inesperados escollos, algunos de tal naturaleza que minutos antes de darnos cuenta de que nos afectan eran motivo de orgullo para nosotros. Piensen en esto, el español es un idioma complejo, elaborado. Los cubanos somos gregarios, comunicativos, extrovertidos. Para propósitos prácticos, esta confluencia cultural implica que solemos acumular palabras y palabras durante el proceso de transmitir una idea o varias.
Ni siquiera es necesariamente un error o implica una mala utilización del lenguaje, es simplemente parte de lo que somos los hispanoparlantes en general y los nacidos en esta Isla en particular. En una conversación común y corriente, esto no tiene mayor trascendencia, el asunto se complica cuando se trata del sutil arte de atraer a alguien a nuestro establecimiento.
Textos largos, excesivamente adjetivados y ampulosos disuaden a quien lee o escucha. La información medular (qué, dónde, quien, como, cuando, cuanto) dispersa y poco accesible (en lugar de quedar dispuesta en un puñado de líneas al alcance del receptor) resta utilidad al contenido e impiden que pueda replicarse.
El ritmo trepidante de la vida moderna desechó esa imagen recurrente de las películas ambientadas en el Oeste norteamericano o el Medioevo europeo en la que un vendedor ambulante detenía el curso habitual de la vida del poblado entero por horas mientras promocionaba su producto. Ahora tienes menos de un minuto y 256 caracteres y debes aprovecharlos aunque ello signifique el tomar una lanza y agredir a Don Miguel de Cervantes.
Que conste que no invitamos a violar las reglas del lenguaje, eso sería contraproducente, sino a conocerlas lo suficiente como para optimizar el proceso de transferencia de ideas.
Frederik Pohl y Cyril M. Kornbluth en una de sus novelas ("Mercaderes del Espacio" de 1953) describen un mundo futuro en el que los verdaderos poetas deben dedicarse a la redacción de publicidad. Imbuidos de esta lógica, es fácil admitir que la métrica más condensada ha sustituido el haiku por el slogan.
El entorno cultural y sociológico del cubano promedio que reside en la Isla lo compele a sustituir slogans con lemas. Esta es una afirmación basada en experiencias totalmente empíricas que no está respaldada por experimentos sociológicos ni estadísticas y como tal quien lee es libre de retarla. Sin embargo, es indudable que comparativamente nuestra formación en la construcción de lemas es abrumadoramente mayor que en lo relativo a slogans, sin que, además, en la mayoría de los casos tengamos presentes las diferencias entre unos y otros.
La primera diferencia radica en el concepto, un lema es una idea completa, mientras que el slogan es apenas el detonante de una. Un lema es un elemento interno a una organización, cuyo fin es aglutinar a sus integrantes alrededor de esta idea, llevar a que se identifiquen con ella. Está dirigido a generar espíritu de cuerpo.
El slogan, por el contrario, se dirige a individuos que están fuera de la organización que lo emplea y su interés es inquietarlos, inducir en ellos ideas diversas pero convergentes en el acto de atraerlos y compelerlos a consumir un producto.
Un lema puede tener casi cualquier extensión comprendida entre 4 palabras y los primeros 2 capítulos del Quijote (esto, por supuesto, es una exageración, pero no tanto). En un slogan en cambio, 5 palabras es un lujo que pocos se pueden permitir, 3 una apuesta riesgosa y menos que eso la medida estándar. Su propósito es adherirse a la mente del receptor para aflorar a la menor oportunidad como una referencia que traerá el producto a la mente y eso no se logra con una parrafada (o al menos pocos lo han hecho).
Por último y más importante, una de esas palabras, o esa palabra donde corresponda, TIENE que ser un verbo.