En algún momento de esta nuestra perenne conversación, amiga lectora, te he soltado yo una perorata acerca del concepto de lujo. Debe ser trauma, o herencia de las correrías que emprendí con mis padres en mi edad más temprana. O quizás el resultado de interactuar con personas que disfrutan de una columna de ingresos superior a la mía en varios órdenes de magnitud y lo han hecho desde antes, desde siempre.
Te diría que no quiero ser elitista, pero corro el riesgo de provocarte la que imagino una sonrisa sardónica.
Lo cierto es que he llegado a creer a pie juntillas que “lujoso” no necesariamente significa “opulento” y ni siquiera “caro”. Me he convencido a mí mismo que para que una experiencia sea “de lujo” precisa más ser “extraordinaria” y “memorable” que otra cosa.
A fin de cuentas, no hay nada más valioso que un buen recuerdo. Un buen recuerdo te provee, mientras puedas atesorarlo, de un lugar adonde tu mente puede ir en peores o mejores instancias, de una historia que compartir para generar conexiones humanas.
En eso pensaba mientras conversaba con nuestro Cicerón de turno en nuestro viaje a Cienfuegos. La dueña de la casa en la que nos quedábamos es uno de esos anfitriones “de acción”, capaces de resolver sobre la marcha los más imprevistos retos. Una agencia de viajes unipersonal, capaz de organizarte una cena íntima a la vez que negociaba tarifas de transporte con proveedores locales.
Tras una de esas misiones, regresó cariacontecida, anunciando que nuestro recorrido pactado había sido cancelado. Con embarazo, deslizó en la conversación el dato de la existencia de un cúmulo de pequeños restaurantes familiares en un caserío fuera de la ciudad, en uno de los rincones de la inmensa bahía.
Sus emociones emanaban de lo rústico del lugar, de que este no poseía “glamour” y por tanto, en su visión no era “lujoso”. Me permití discrepar. No quiero ponerme denso, lectora, pero a estas alturas del partido, la autenticidad se antoja precisamente eso, un lujo.
Coordinó con un amigo el transporte al precio que le pareció más asequible dada la oferta.
A la mañana siguiente el amigo nos esperaba junto a un Ford Thundrbird 1958 plateado y en un estado de conservación que lo hacía parecer escapado del más lujurioso y decadente contenido promocional del destino Cuba jamás creado.
La ya proverbial Nave.
Tras una parada de varias horas en playa Rancho Luna, aterrizamos en punta La Milpa. Un puñado de casas y el mar de la bahía de Cienfuegos presidiendo el paisaje. El contacto de nuestra anfitriona cocina desde su casa, y nos colocó una mesita justo a un metro del agua. Si has visto aquel afamado clip de Parts Unknown en el que Obama y Anthony Bourdain comen en un lugarcito en Hanoi, ya has visto nuestra mesita.
Solo un entrante: jaiba en salsa roja, un plato de veinte y más centímetros de diámetro cargado hasta los bordes, acompañado solamente de dos cucharillas de postre, un paquete de galletas artesanales sin abrir y un pote de una salsa picante hecha en el lugar.
Devorable y devorado, dejaré a tu imaginación los adjetivos.
Todo bajó regado abundantemente con cerveza.
Esperamos el principal metidos en el agua cristalina hasta la cintura. Un cardumen de pececitos blancos vino a indagar la procedencia extranjera para ellos de los zapatos de agua de la S, mi cómplice habitual, esposa y jefe. El fondo visible, lodo, roca y arena, me hizo pensar que, si bien estaban acostumbrados a la gente, para estos peces los zapatos eran una novedad intrigante.
La dependienta jovial, coloquial y un pelín desorientada (mayormente por nuestro entusiasmo), trajo un plato inmenso, con dos ruedas de pescado tamaño pista de aterrizaje, una loma de arroz blanco, mariquitas fritas en manteca y ensalada de pepino y aguacate. Todo con ingredientes ostensiblemente locales.
Al llamar yo la atención sobre la falta de un juego de cubiertos, la chica ripostó con un “te falta la otra ración” que calzó con otro inmenso plato de exactamente lo mismo. Yacimos en la arena, con el agua cubriéndonos hasta el pecho, dejando que el peso del pescado se disolviera lentamente en nuestros estómagos. El paisaje era el más delicioso digestivo. No hacía falta nada más y en cualquier caso, no estábamos en capacidad de comerlo.
De regreso a la ciudad y el aire acondicionado, con el sol dibujado en los hombros, la anfitriona nos recibió preguntándonos por la experiencia y la respuesta fue unívoca: de lujo.