Te digo, amiga lectora, si los arcanos de la música cubana alternativa tienen razón y la vida es un divino guión, entonces el mío debe ser el de una adaptación fílmica de la obra de Emilio Salgari. No solo por lo de la aventura, que la hay, sino por esa mezcla de trágicas circunstancias que siempre parece perseguir a protagonistas que son combinación de dignidad y absurdo en extrañas proporciones.
Mi guión incluye entonces trámites legales en diciembre, necesidades médicas en enero y fugaces encuentros románticos en febrero. Así que no te sorprenderá el que termine yo en la playa en temporada de lluvias. Mejora esa, Sandokán.
Por razones del todo ajenas a mi voluntad y en estricto cumplimiento de funciones a mí asignadas por el alto mando de AlaMesa, me encontraba yo en Varadero. Así que ya puedes ir borrando esa sonrisita y ahorrarte el “Oh... Varadero” espetado con sorna. Yo estaba trabajando.
Y calado hasta los huesos. Empezó a llovernos junio encima en calle 32 y para cuando llegamos a hacer una parada técnica en 43 estábamos a medio calar.
Un poco de antecedentes. Tú, lectora, que has frecuentado la península de Hicacos más que yo, estás al tanto de que los hábiles urbanistas que rigieron el trazado del entramado de calles de la región, decidieron “a diferencia de sus contrapartes habaneras”, numerarlas en un patrón consecutivo y no alterno. Así, tras calle 32, viene la 33. Afortunadamente, para no abrumar a las mentes habano-céntricas, las cuadras por esos lares tienden a ser más cortas. Así que estamos hablando de 9 cuadras técnicas y aproximadamente 5 de las reales.
Pero para esas alturas, la S “75 kg de mujer, 250 kg de entusiasmo”, había tenido suficiente de este clima insular tropical que hace las delicias del General Resóplez. Nos obligamos a hacer una parada en la cervecería de calle 43, por la cerveza y eso, seguimos camino para el Floridita a tomar daiquirís de jengibre y ya secos por dentro, salimos a la caza de un santo grial perdido: La Cava.
Supimos de este sitio desoyendo las recomendaciones para turistas “la S parece yuma” de nuestros anfitriones y llevándolos a proveernos de otras más sinceras. A la pregunta de adonde irían ellos a comer, en dos ocasiones nos apuntaron hacia ese lugar.
Es tan nuevo que pocos no locales parecen conocer de su existencia, el hostal Boulevard en calle 62 que le sirve de sede parece acabado de construir y ningún cartel marca la X del tesoro. Sobre la puerta “a la vez discreta y todo lo contrario, parece una puerta de taberna del siglo XVI, pero si no estás mirando le pasas por el lado”, está la efigie de una barrica de concreto. No te doy más pistas.
Adentro habita lo barroco. Los anaqueles de madera cargados de botellas de los que proviene su nombre estaban ricamente adornados, las mesas eran coherentes con la atmósfera de taberna renacentista que estaría bien si no nos encontráramos en una edificación de prefabricado.
Pero más allá de mis diatribas y de mi denso humor de cuarentón bien conservado, tengo que comerme el sombrero con el lugar.
La cava de La Cava está bien surtida, dimos con una botella de vino blanco, uva verdejo, fresco como una lechuga, frío como el corazón de mi ex esposa. Lo atacamos a la par que desmantelábamos una bandeja de quesos, dátiles, ciruelas pasas, mermelada de fresa y frutos secos, todo incluido.
A nuestro lado una alegre mesa de jóvenes locales hacía lo mismo con una bandeja similar, pero de salmón ahumado, mientras desarmaban una botella de una edición especial de Sangre de Toro. Al parecer la taberna era ibérica.
De fuertes nos pedimos unas langostas a la plancha con una bechamel por encima. Nada muy elaborado, a lo bestia: buen sabor, cocción en su punto y crustáceos tamaño canoa amazónica. Yo que soy de buen comer salí agarrándome la panza que no tengo.
En la mesa de al lado, los jovenzuelos desmantelaban toda clase de carnes y asados de mamíferos diversos.
Te digo lectora, no apto para vegetarianos. Allí lo único verde era el verdejo.
No cabían los postres, me pedí un café expreso y la S un café Boulevard, que es lo mismo, pero con el mesero viniendo con el aparatillo que parece un extintor y dándole par de vueltas de crema chantillí, una cucharada de canela y dos palillos de chocolate. Barroco no, barroquísimo.
Las 12 medias cuadras que nos separaron de los primeros auxilios practicados de nuevo en el Floridita en la forma de dos rondas de cognac, se tornaron extensas. Nada mejor que el alivio momentáneo para la sobrecarga de proteína que ese golpe dulce y caliente y un poco de música y buen ambiente.
A la mañana siguiente, la primera sin lluvia por aquellos días, el sol costero me encontró en una tumbona, sufriendo con estoicismo los embates de mi primera resaca de mariscos.