Digerir, amiga lectora, es cosa del cuerpo, pero figurativamente es también un proceso mental. Perdona el mansplaining, es que ando algo oxidado.
Te decía esto porque me cuesta tiempo el procesar las experiencias de una vez, y de recorrer y catalogar en mi mente las emociones a través de las cuales hago tránsito, de sus orígenes y los porqués de estos. Eso pasa porque esta cosa nueva de ser viejo me ha dado por ser de digestión lenta. Estómago y cerebro, anárquicos, van a su propio paso.
Viene a cuento porque intento describirte –meses después y más por entretenerte–, mi primera salida gastronómica tras la cuarentena.
El contexto: si has estado en la Tierra en los últimos 2 años y lees esto, no tengo que explicarte cómo terminé pasando indoors la mayor parte del periodo. Nota aparte: si por alguna razón no has estado en la Tierra en algún momento de los últimos 2 años, pero puedes leer esto, contáctame inmediatamente... tenemos que hablar, pero, sobre todo, tenemos que beber.
Sin embargo, ayudará a establecer el debido background el que te diga que entre agosto del 21 y diciembre del mismo año, fui inquilino bromántico de un decadente piso para caballeros informalmente bautizado The bootleggers' lair.
Bandidos residentes éramos dos, altamente capacitados en disciplinas diversas como la cocina asiática, la coctelería de autor, las cuentas de bodeguero y los vinos riojanos. Puntos flacos teníamos pocos y mal reconocidos: la higiene, la organización, la disciplina, el fregado y la semiautomatización de los procesos de eliminación de desechos. Nada grave.
Pasé esos meses bellos apoltronado en un sofá mullido, alternando aritméticas diversas con podcasts sobre vinos y series de ciencia ficción, todo ello esporádica, pero generosamente regado con el tempranillo de ocasión. En algún punto perdimos la cuenta de los pedidos a domicilio y la excursión a la esquina no dejó nunca de incluir thermopads.
El punto más alto de mi semana llegó a ser el disfrutar del privilegio matutino de ir a alguna institución –bancos, comercializadoras, oficinas salteadas–, a debatir sobre los más diversos e intrigantes escollos al emprendimiento contemporáneo en Cuba.
Para cuando se levantaron restricciones y reabrieron comercios, mis habilidades sociales habían descendido por debajo del nivel "spelnatz desplegado en el Cáucaso", hasta el nuevo mínimo de "Robinson Crusoe conversa con su cabra".
Así que era tiempo de hacer algo al respecto y en la primera semana de libertad, me hice con reservación de viernes para 7 Días.
Hago la acotación: este no pretende ser un escrito acerca del estado de la gastronomía en la ciudad y el país, pocos podrían producir una pieza de tales luces en el contexto aun caótico que padecemos. Esta no es siquiera una pieza acerca de las bondades y maldades del restaurante en cuestión. Deberás correr tus propios riesgos al respecto.
Esta es una historia escrita con la esperanza de comprender mis/tus procesos a la hora de regresar a una normalidad que no será la misma. Con suerte, al leerme te sentirás retratada.
Entenderás mi entusiasta anticipación, mis ganas, mis mil miradas al calendario y al reloj.
Entenderás el que haya lavado los short pants y las sandalias que iba a vestir con la ceremonia que amerita un frac. Comprenderás mi euforia de cachorro que logra colarse en la charcutería italiana.
He estado más veces en 7 Días que en cualquier otro lugar en esta ciudad que no sea un centro educacional o laboral. De hecho, para mí, 7 Días fue ambas cosas.
Espacio abierto, comida variada y sin una identidad particular, elaborada sin raptos de genialidad ni pretensiones de imposible. Lo que hace al lugar maravilloso es el palco de lujo que es para un atardecer sobre el mar.
Me apoltroné en una silla baja, perdí las sandalias y el decoro, concerté el precio del descorche para la botella de Riesling alemán que celosamente había guardado, tesoro adquirido en una de las incursiones de piratas de la cuarentena.
Exploré el menú.
Tenemos que hablar del tema de los precios. Y no te va a gustar lo que tengo que decir.
Ya sé del incremento del valor nominal, leí las quejas, vi los memes y las fotos de facturas de 5 cifras. Ya.
Pero si por casualidad estás dispuesta a admitir que 24 ha dejado de ser cifra mágica y devenido número común y corriente y te atreves a calcular las cosas en su justo valor... pero sobre todo, si estás dispuesta a asumir lo que debió ser la mayor enseñanza de esos meses acampando en el sofá: que el aire puro, los atardeceres, las compañías, los brindis, los abrazos y mil cosas más no son un derecho inalienable sino un milagro... entonces estarás de acuerdo en cuán barata fue esta y cualquier expedición de su tipo.
Yo le entré al menú a mil por hora. Me pedí un cóctel con cerveza, toronja y albahaca, tan solo porque podía. Ordené en rápida sucesión, croquetas y camarones en salsa de coco. Descorché mi Riesling, y lo puse a dormir en su cama fría, mientras reforzaba el flanco de mi ataque con unas costillas al carbón y un pulpo al ajillo.
Era quien te habla un bárbaro invasor, un troglodita insaciable que atrapaba con los ojos cada destello del atardecer y lo consumía en un frenesí extático. No podía detenerme.
Me terminé el Riesling, pedí postre, creo, dos copas de brandy para el camino y una taza de café italiano. Encontré mis pasos por casualidad en la noche, de regreso a la guarida. Tuve un amanecer de resaca al día siguiente.
Y aquí te irá lo poco de moraleja que le cuelga al asunto: sé que esperas una evaluación de los vectores con los que calificamos la experiencia gastronómica, querrás saber de la comida y catalogar al servicio. Pero no me acuerdo, de nada, sé que no debí haber comido y bebido cómo lo hice, pero sé también que la satisfacción que ello me proporcionó no provenía de las calidades de lo que experimentaba.
Emanaba de un despegar desde la cueva y el sofá hacia la luz de un afuera largamente diferido... con los ojos desacostumbrados parpadeando. Emanaba de tomar conciencia de mi barba de náufrago y de estirar los músculos atrofiados en una sonrisa.