El secreto de una larga y bien disfrutada vida puede condensarse en una serie breve de recomendaciones: beber agua abundantemente, solo beber buen ron, no desarrollar una relación excesivamente emocional con ningún equipo deportivo y regalarse uno mismo cosas excepcionales de vez en cuando.
A esto último procedía yo sábados atrás, tras una semana de exhaustivo desempeño laboral y doméstico que me había dejado sin fuerzas. Mi lista de pendientes se hacía larga y pleno estado de soledad me fui a La Habana Vieja, épica y remozada.
Azar y caminata, recomendación y juego hicieron cosa de honor el sacar de mi lista de epónimos pendientes a algún buen restaurante. Así que deslicé mis agotados huesos en la dirección de Habana 61.
Yo asumo que la vivienda original construida en ese lote era de principios del XX, y que cedió paso a la actual alrededor de los años 50, que a su vez fue modernizada después de 2010. El techo aun incluye un remedo de las vigas de madera que seguramente formaron parte de la casa.
El caso es que el lugar es estrecho y profundo, siendo el final invisible desde la calle y hasta desde la puerta, natural refugio para el romance.
Yo tomé asiento en un banco común adosado contra la pared del primer tercio del restaurante. Frente a mí una mesita para dos y junto a esta otras 3. Me pedí un daiquirí bien cargado, mitad aperitivo, mitad it’s been a hard day’s night. ¿Has tenido uno de esos momentos en los que simplemente necesitas un trago?
Mi ubicación dentro de la planta del restaurante carecía de privacidad y a ello agradezco que, a la altura de mis frituras de malanga con miel (yo necesito mis frituras), haya recibido como premio a los dos viajeros ingleses más simpáticos de la historia del Reino Unido.
Las buenas compañías son la esencia de los buenos momentos. Ya lo sabes, lector, ese es el secreto de esta relación entre tú y yo. Pero si vienen aderezadas con el más espectacular, repito, espectacular pollo a la barbacoa de la creación, valen doble.
Un caleidoscopio de sabores: mantequilla, jengibre, miel, rociado con orégano cortado fino y otras especias. Oí expresiones de loa a los platos marineros pero, amigos del mundo que visitan ese humilde rincón, a mí déjenme con mi pollo de la abuela versión 3.0.
El servicio impecable, con esa mezcla de invisibilidad y de presteza a acudir al primer llamado, una nota baja, sin embargo, pedí postre, café y licor y me trajeron todo a la vez. El licor, Santero 11 años (a falta de Santiago), el café desafortunadamente tibio, pero certeramente compuesto.
El postre: un grueso casquito de guayaba primorosamente relleno con queso crema y servido en una sopa de yerbabuena. Yerbabuena con guayaba (buen título para un tema de Bamboleo, por cierto), que resultaron una combinación celestial.