Recién caigo en cuenta de que se incorpora a las ilustres filas de los lugares indexados en AlaMesa un rinconcillo llamado Camino al Sol. Ante la sola mención mis papilas gustativas comienzan a trabajar mi lengua adquiere la consistencia de una colcha de trapear sin exprimir. Es este ejemplo claro del imperio de los sentidos, espoleados por la imaginación, sobre las convicciones más arraigadas.
Dime, lector. ¿Sabes tú cuál es el antónimo más fiel de los términos “vegano” y “vegetariano”? Yo me atrevo a decir que hay varios, pero que entre ellos difícilmente puede faltar “comida cubana”. Sírvale usted al más pinto de mis connacionales un plato cargado de vegetales y granos, de viandas y frutas y él, sin pensarlo siquiera, dispondrá todo dejando un hueco en el centro en donde considera debe ir la fibra. Le mirará con cara 15% asombrada, 70% molesta, 15% agraviada y preguntará ¿Y dónde está “lo fuerte”?
No hablamos de salud ni de estilos de vida, no comentamos sobre triglicéridos o colesterol: estamos hablando de cultura y costumbres nacionales. Estamos hablando del cubano, que juzga la calidad del tamal por la cantidad de carne de cerdo que contiene.
Y yo soy un nacionalista y orgulloso defensor de las maneras de mis connacionales.
Sin embargo, al llegar al caso que nos ocupa, tengo que citar a uno de los más grandes cuentacuentos de comida que jamás haya existido, Anthony Bourdain, quien refiriéndose a la ilustre cocina de la India una vez dijo: “si toda la comida vegetariana fuera como esta, yo incluso podría ser un poquito menos insoportable al respecto”.
Camino al Sol es un apartamento ubicado en un edificio de los 50 que da al frente de las tiendas del hotel Meliá Cohiba. Fuerte contraste donde los hubo.
Su propuesta inicial era apenas una tienda que ofrecía deliciosas pastas artesanales con sabores naturales diversos siendo al menos mis preferidos los de albahaca, perejil y curry. Amén de un precio del que no hablaré para no echarlo a perder, los paquetes de kg de estas pastas cortas y largas venían acompañados de algún que otro truco de cocina salido de labios de la inefable vendedora.
Luego, justo antes de la expansión que tornó el lugar en un brevísimo restaurante decidieron añadir a la alineación algunas delicias ya desde entonces profundamente vegetarianas, pero sorpresivamente lujuriosas: jugos de piña, zanahoria, jengibre, ciruela china en combinaciones inesperadas pero efectivas; pasteles de millo y arroz, tartas de frutas frescas sin azúcares añadidos, una polenta con perejil y tomate picados a la brunoise capaz de desatar pasiones (de hecho, fue el detonante de uno de los ya famosos duelos de cuchara entre la G y yo). El sitio en sí mismo presume de no presumir, de mínimos y sencilleces bien elegidas. Está bien, se come bien, te sientes bien.
Pero está en lo fundamental pensado para personas que son mejores seres humanos que este viejo emborronador de cuartillas digitales y a pesar de sus diligencias, no estaríamos hablando de él si la mano maestra que lo ha concebido no hubiera dejado un bocado a mano para la lujuria: esos amigos hacen un mousse de chocolate de los de apaga y vamos, suelta la cuchara y róbate el recipiente de cerámica. Sin azúcares procesados, sano hasta la letalidad, se las arreglaron para encontrarle el punto a cada uno de los ingredientes a niveles que te tendrán salivando como una colcha de trapear sin exprimir.