Pocos elementos de nuestra cultura gastronómica pueden reclamar para sí esa cualidad de "gourmet" tan usada y abusada por el marketing, con la justicia con la que el café podría hacerlo. El amargo brebaje es piedra angular de rituales, vehículo del diálogo y sucedáneo de colaciones más abundantes. Su calidad es indicador clave de la salud de las economías, desde lo personal hasta lo nacional, y hasta motivo de algún que otro enconado debate político.
Nuestra obsesión nacional con esta bebida estimulante ha sido reflejada en la literatura, el cine, la música y hasta la plástica. Nos hemos tomado el trabajo de convertir algunos de los implementos de sus ritos en verdaderas obras de artes. Pero nada fija mejor su peso en nuestra idiosincrasia que los centenares de recetas que lo emplean como ingrediente, desde el entrante hasta el postre y la bebida posterior. Dentro de ellas, ninguna es más relevante que la forma de preparación que utilizamos de manera más cotidiana.
Comenzando por el café criollo, sencillo y elegante, servido en taza pequeña. La modernidad ha añadido dispositivos a su preparación, pero el principio sigue siendo de una simpleza sobrecogedora: tomas 60 g. de polvo de café y 300 ml de agua. Colocas un jarro metálico con el agua al fuego, cuando el agua esté caliente adiciona los polvos y revuelves, cuando rompa el hervor, sacas del fuego. Tamizas y viertes en la tetera añadiendo miel, azúcar blanca o morena al gusto. Se sirve en dosis de 40 ml (y menos) en tazas de cerámica, si se las tiene, aunque muchos prefieren beberlo en jarros de aluminio o latón por costumbre y porque ayuda a disipar el calor.
Esta es la preparación base, por así decirlo, alrededor de la cual se construyen variaciones o se experimenta con adiciones. Hoy el tamizado es automático, en cafeteras y expresso machines, pero la manga (trozo de lienzo cortado y cosido en forma de cono y atado a un soporte circular) sigue habitando muchas casas cubanas.
La elaboración más rústica, el abuelo del café criollo por así decirlo, es el café carretero, común en zonas rurales. Después de hervido el polvo, la mezcla no se cuela, sino que se deja sedimentar para decantar la parte sólida o borra. Suele introducirse en el recipiente donde se hierve un tizón de carbón o brasa de madera encendida, lo que facilita la decantación. También se le llama así a un café muy fuerte, sin colar y sin azúcar, elaborado apresuradamente.
Como aguaechirri se conoce al café aguado, hecho a partir del recuelo de la borra y fuertemente endulzado. Esta infusión tradicionalmente se le da a los niños (y más recientemente a los visitantes norteamericanos).
El café con leche es una mezcla que nos llega de nuestro antepasado español, es una bebida fortificante tradicionalmente ingerida como refuerzo de un desayuno. Su maridaje más natural por estos lares parece ser con el pan con mantequilla. Se obtiene al añadir una taza de café criollo a un vaso de leche tibia o caliente. No confundir con el cortado en el que la dosis de leche es apenas un chorro o con el latte anglosajón, que es leche con aguaechirri.
Por último, una combinación más que nos llega otra vez desde la MP (Madre Patria), el café bombón. Es postre, cierre de velada y recurso extremo para quienes quieren un poderoso influjo de azúcares y alcaloides para re-energizarse sin acudir a la taurina. Su forma más simple es café criollo y leche condensada en volúmenes iguales con el licor de cacao, la crema de cacao, la canela y la nata montada como ingredientes para versiones plus.
El bombón es una mezcla intensa, no apta para cardiacos, territorio de los hijos de esta tierra, quienes añadimos cantidades ingentes de azúcar a toda colación cafetera encogiéndonos de hombros y puntualizando: "para amarga, la vida".