La joven entra al salón y coloca a los pies de la bellísima Oshún una cesta de mimbre en la que sobresalen, por un costado, cinco girasoles amarillos como el sol y de la que brota un olor dulzón a frutas y rocío de la mañana.
Respetuosa, se arrodilla ante la diosa y, mientras se acaricia el vientre plano, le ruega que la ayude a salir embarazada. Su vestido azul, blanco y de larga cola roja se esparce por el suelo, confundiéndose con las telas amarillas que viste la dueña de los ríos y de la sensualidad femenina.
Oshún mira dentro de la cesta donde se amontonan cientos de tesoros: naranjas dulces, jugosas ciruelas, mangos de aroma penetrante, una piña enorme y un racimo de plátanos maduros.
De entre todos los postres que comparten espacio con las frutas –palanquetas de melao de caña, harina rociada con azúcar, leche, pasas y mantequilla, canistel en almíbar y miel– Oshún escoge una panetela borracha que extiende hasta la muchacha para que la pruebe. Acompaña la invitación con una sonrisa reconfortante que rompe en una carcajada más dulce que sus ofrendas, cuando el almíbar salpica los labios y la barbilla de la joven.
Ambas ríen como amigas, comienzan a danzar al ritmo de los tambores llenando la habitación de colores y alegría. La luz se refleja en las pulseras doradas de la diosa y rebota contra el rojo, el blanco, el azul y el amarillo de los vestidos. Sin notarlo, el vientre de la mujer ha crecido durante el baile y sus movimientos se han hecho más lentos de acuerdo a esa nueva vida que le ha poblado el cuerpo.
Ahora, que se detiene agotada, se da cuenta que en la sala están todos los Orishas del panteón Yoruba. El inquieto Elegguá brinca excitado de un lado para otro, Shangó sigue con ojos enamorados los giros sensuales de Oshún, Oggún y Ochosi chocan sus armas contra el suelo, Oyá llena el lugar de ruidos de tormenta y Orula lee en su tablero el futuro de la criatura que está por llegar.
Con un soplo de Oshún sobre el vientre abultado comienza el parto. Los gritos de dolor se mezclan con los cascabeles de la deidad que no para de danzar mientras prueba el ochinchín que encontró en el fondo de la cesta. Confía en Yemayá, que sostiene la mano de la joven y la ayuda a dar a luz.
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¡Por fin nace la vida! Del interior profundo de esta mujer, de entre sus piernas milagrosas, brota una isla rodeada de mar, bañada por ríos y manantiales de agua clara como el cristal, cubierta de espesos montes, habitada de animales bondadosos, surcada por cordilleras montañosas, llena de palmas y de ceibas.
Oshún la toma en brazos y se la muestra a sus hermanos. Todos se convencen de que es la creación más extraordinaria del divino Olofi. Prometen que siempre estarán a su lado para cuidarla mientras la madrina se contonea orgullosa de su ahijada, que abre los ojos azules intensos por primera vez.
Exhausta, se deja caer en el mar, donde las olas la mecen tranquilamente y reina la paz más absoluta. Allí la encuentran apenas unos siglos después tres jóvenes que, cautivados por la bella imagen de la diosa, la llevan a tierra firme para adorarla.
De esa forma, Oshún se quedó a vivir para siempre en la isla que ayudó a nacer, se convirtió en su patrona y, hasta los días de hoy, no pasa un día sin que la Virgen de la Caridad del Cobre cubra de bendiciones esta ínsula exuberante y poblada de seres maravillosos.
Ilustraciones: Orishas’Collection cortesía Lisse Leivas