Vestida de azul y blanco, llega con la brisa matutina a la orilla del mar que a esa hora se mece en calma, a diferencia de su corazón, donde bate una tormenta de anhelos e incertidumbres sobre el futuro.
A través de los cocos Yemayá fue clara como las aguas que gobierna: ninguna hija suya remonta su reino sin pedirle permiso y, para la ocasión, reclama una ofrenda. Solo después dirá si la travesía a través del océano es posible y segura.
La joven se asoma a la frontera espumosa y la corriente se inquieta. Dicen que cuando las hijas de la diosa se acercan al mar con los brazos repletos de regalos, el agua se revuelve en remolinos y les acaricia los pies en una bienvenida familiar.
Esta Orisha poderosa no rechaza los altares, pero ninguno le parece más auténtico o querido que esa masa verde azul salida de sus entrañas cuando el mundo apenas comenzaba a poblarse de maravillas, bajo la mirada complacida de Olofi.
Por eso no es extraño tropezarse con los más variados addimús –como se conoce a las ofrendas de comida– que le dejan sus hijos en las playas, en las grutas que forman las rocas de la costa o en las riberas de los ríos que corren desde el corazón de los montes hasta el océano.
Bolas de quimbombó con plátano verde, frijoles negros cocinados sin maíz ni caldo, ensaladas de berro y lechuga, melones, piñas, manzanas, pez serrucho, dulce de coco, quizás un poco de ekó preparado especialmente para ella con maíz molido y cocido, sin añadir sal ni condimentos. El apetito de la Yenya, como también le dicen sus hijos, es vastísimo e inmenso, y su gratitud bien conocida.
De rodillas en la arena y acompañada por su padrino, la muchacha le pide a la madre de todos los Orishas que acepte algunas de sus comidas preferidas, preparadas por ella misma la noche anterior, mientras le abría el corazón y le confiaba sus planes.
En una bandeja blanca con flores azules coloca un pargo inmenso capturado en aguas profundas. Llena otro plato más pequeño con siete palanquetas de gofio con melao de caña para endulzar a su ángel protector y, justo al lado, enciende una vela mientras canta y le ruega a la deidad que le abra los caminos.
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El clímax de la sencilla ceremonia está en las manos del padrino que remueve finalmente los cocos en busca del necesario permiso. El mar llega hasta ellos con sonido de piedras y olor a caracoles. Yemayá está allí con quienes la invocan, saborea con placer el azúcar del melao, recibe con gusto los cantos y decide que es momento de dar su palabra.
- «¿Puedo, madre, cruzar tu reino y caminar hacia mi futuro?»
Caen los trozos blancos en la arena y el padrino lee con voz tranquila y sonrisa satisfecha:
- «¡Eyeife!», –sentencia rotunda de los ancestros: las aguas están abiertas.
Ilustraciones: Orishas’Collection cortesía Lisse Leivas