Escondido en la maleza de bejucos y enredaderas que conecta a los árboles como una inmensa telaraña, Ochosi espera el momento oportuno para lanzar su único y siempre certero flechazo.
Durante horas, el monte ha seguido con silenciosa expectación la danza entre el cazador y la presa, que ahora aguarda en suspenso en el medio de un claro por el que se cuelan los rayos del sol, exponiéndola a los ojos entrenados del Orisha.
El venado levanta las orejas y olfatea el peligro, aunque no sabe de dónde vendrá ni con qué forma. Tensa el cuerpo listo para salir disparado ante el menor ruido, pero reina la más absoluta ausencia de sonidos, como si hasta las hormigas hubieran detenido su incansable ir y venir para presenciar el dramático desenlace.
Desde su refugio vegetal, Ochosi se prepara para el golpe definitivo. Con lentos movimientos, apenas respirando, coge una flecha de la bolsa que carga en la espalda, la coloca en el arco y con un gesto pausado y firme levanta el arma cargada.
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Lejanos, como de otra dimensión, llegan rezos y cantos de personas que invocan al dios en lengua Yoruba mientras lavan su otá con omiero. “Ochosi olugba ni gbogbo nao de ati orisha cheche ode mata mi…”. El cazador sonríe complacido y saborea en su cabeza el banquete que está a punto de comer, confiado de su bien conocida puntería.
La brisa de primavera refresca sus rígidos músculos y roza suavemente el pardo pelaje del animal que por fin siente horrorizado el olor del hombre. Intenta escapar desesperado, pero percibe que un aguijón, con la fuerza de un rayo, se encaja en medio del blanco pelaje que cubre su pecho en forma de corazón.
Cae al suelo, donde ha desaparecido el pasto suave del monte y en su lugar hay ahora una inmensa losa fría. Está rodeado por hombres con collares morados, verdes y negros, aunque la imagen se disuelve poco a poco. Se vuelve más liviano, el cuerpo del animal es una carga demasiado pesada para llevarla en este momento de transformación.
Siente que se escurre por su propia herida, convertido en roja sangre que salpica la otá de Ochosi, a quien los iniciados celebran un cumpleaños de santo. No fue sencillo conseguir el agbani pero un hijo devoto hace todo lo que esté en sus manos –e incluso lo imposible- para regocijar a su padre con la comida que más le gusta.
Allá en el monte, Ochosi finalmente llega hasta el venado con la ayuda de Oggún que abrió el camino a machetazos. Levanta el cuerpo ya sin vida y lo acomoda sobre su espalda. Pesa bastante, es una buena pieza, que sin dudas esta noche les proporcionará un maravilloso banquete.
Camino a casa, piensa en la mejor manera de prepararlo. Bañado en un adobo de pimientos dulces y naranja agria lo dejará asarse al carbón, durante varias horas, mientras le aplica a cada rato más zumo de naranja y ajos.
Satisfecho con la idea, agradece al bondadoso Oloddumare por proveer de alimentos, porque se sabe que hay pocas cosas tan importantes para las caprichosas deidades del panteón Yoruba como una mesa bien decorada y abundantemente servida al final de cada día.
Ilustraciones: Orishas’Collection cortesía Lisse Leivas