Mientras el amarillo de Oshún se lleva con ánimo dichoso y el blanco de Obbatalá con sereno respeto, el rojo de Shangó se acompaña siempre de un velado temor, de la frágil confianza en que una prenda escarlata es lo único que nos salva de la sed insaciable por la sangre que se le atribuye popularmente a esta deidad.
Para muchas personas el 4 de diciembre es un día terrible y en las cabezas fantasiosas de quienes desconocen los verdaderos rituales de la religión Yoruba, esa noche los niños no salen a jugar y las puertas de los hogares cierran temprano porque anda el colérico dios buscando sacrificios humanos para calmar su apetito.
A la imaginación la ayuda el mito, que describe a Shangó como un Orisha de fuego, dueño del rayo y de la guerra. Por si fuera poco, en la sincretización católica se le asocia con Santa Bárbara, portadora de una espada afilada y cubierta de un vestido rojo como la sangre que derramó cuando cortaron de un tajo su cristiana cabeza.
Sin embargo, ni el patrono de los guerreros es una deidad violenta, ni el sacrificio de animales –nunca de seres humanos y mucho menos de niños, según aseguran muchas madres como recurso represivo y nunca religioso- es una ceremonia exclusiva para alimentar a Shangó.
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Por el contrario, mientras que las frutas, las viandas y las comidas elaboradas como los dulces, representan ofrendas ideales para las deidades del panteón Yoruba, a los santos solo se les “da de comer” mediante la consagración de sus animales preferidos y el vertimiento de sangre sobre las otás o piedras en las que se asientan sus espíritus.
El rojo fluido constituye la principal fuente de energía, no solo para los seres humanos, sino también para los divinos, que a través de la matanza del animal reciben una inyección de vitalidad y se llenan de fuerzas para responder a los ruegos de sus hijos e hijas.
Lo cierto es que a Shangó, un Orisha tan valiente como pendenciero y jactancioso, nada lo complace más que el sacrificio de un cordero sano, ofrecido por alguno de sus hijos y consumado en un ritual donde nunca faltan los cantos para “afamar” al dios, como se le dice al acto de invocarlo y excitarlo para que reciba de buena gana el regalo.
Durante la ceremonia se refrescan las piedras y atributos con un preparado de agua y yerbas llamado omiero, y luego, paso a paso, con sagrada reverencia se inicia un ritual en el que el Obá, dotado de la licencia astral para realizar sacrificios de cuatro patas, invoca a Oggún, dueño del cuchillo, y corta con precisión la garganta del carnero.
En el momento climático, mientras la sangre espesa baña las piedras y se mezclan los cantos y rezos con el sonido de las maracas, el santo recorre el lugar agradecido en forma de escalofríos, enciende con su fogosa presencia la piel de quienes consuman el tributo y, si lo desea, puede materializarse en el cuerpo de alguien que lo haya consagrado, aunque es imposible predecir si el caprichoso espíritu decidirá hacerse carne y huesos.
Un santero asegura que en la religión Yoruba ningún sacrificio es fortuito, ni las vidas se toman injustificadamente. Olofi provee al hombre de los animales para alimentar a los Orishas pero, en este acto de poderosa superioridad, existe también una profunda veneración por todos los seres de la creación, que tienen su lugar y función en el mundo.
Tres días después de “comer”, durante otra ceremonia que se conoce como Itá, Shangó hablará a través de los caracoles, motivado por un apetito completamente satisfecho y con el espíritu jubiloso de los padres que se saben queridos y respetados por sus hijos.
Ilustraciones: Orishas’Collection cortesía Lisse Leivas