Una guía gastronómica muy personal nos llega de la mano de una excelsa escritora.
Podría asegurar que, entre la musa y el hambre, gana la musa, pero eso no es verdad. Cuando el hambre me dice –más bien me grita- “aquí estoy yo”, tengo que soltar todo y salir corriendo a comer algo, alguna chuchería, lo que sea. Con tanta cafetería nueva como hay, pudiéramos pensar que solo es cuestión de llegarse hasta la más cercana o pedir algo a domicilio y ¡buen provecho!, asunto resuelto. Pero ahí sí, entre mi hambre y mi bolsillo… adivinen quién gana.
No, en realidad mi hambre no es tan fuerte nada y lo más barato es agarrar par de huevos en el refrigerador y tirarlos contra la sartén. Lo que no puedo evitar es que, mientras ellos se cocinan y yo limpio el (irremediable para mí) rastro de clara de huevo sobre la parrilla, me asalte la deliciosa imagen de un club sándwich o un plato con papas rústicas en D´Camino, un batido de helado o una malteada en La Pachanga, ¿acaso unos spaguettis al pesto en el pequeño reservado de Pizzas Pachy?
Caramba, siempre se me olvida que el revoltillo lleva sal y, aunque todo el mundo me dice que se baten antes de echarlos sobre la mantequilla –de haber mantequilla-, yo no aprendo. Revuelvo lo que casi es huevo frito y reparo en lo mucho que ha cambiado la geografía culinario-coctelística cubana a estas alturas. Pienso, mientras saco delicadamente las cascaritas blancas que sin querer he dejado caer dentro, en la clásica pregunta cubana: ¿qué hay para hacer hoy?
Dios mío… ya pocos preguntan algo así. Ahora la gente se dice, ¿qué tengo deseos de hacer hoy? O más bien, ¿tengo ganas de un ambiente tranquilo como El Madrigal o Bar Bohemio, para dar muela con los amigos? ¿…un escabeche de queso? Sí, definitivamente tengo que ir a la Habana Vieja a comprar albahaca para mis futuros “revoltillos” y de paso complacerme con uno de los dulces del Bianchini, que compiten en las mismas ligas del capuccino que le queda al otro lado de la ciudad, en el Café Fortuna.
“Nadie sabe lo que tiene… hasta que no arregla su cuarto”, dice el menú del Café Fortuna, el lugar donde comprendí, repantigada en una bañadera llena de cojines y esperando mi humilde copa de vino tinto y mi picadito, que el servicio es mucho más que traerte el plato hasta la mesa -hasta la bañadera, en este caso. No me malinterpreten, pero ese es uno de los pocos lugares donde uno no se siente vigilado por esos meseros que te acosan, pensando que te atienden mejor, con su insistente “¿desea algo más?”.
No me malinterpreten, pero nunca será lo mismo si, vacilando la calle G tras uno de los ventanales de cristal del Café Presidente, irrumpen en mi mesa los camareros más bellos del Ejército Libertador... ¡para servirme a mí! La mismísima gloria eran los camarones al ajillo aquella soleada tarde de domingo en que yo, acodada en uno de los mantelitos a cuadros de El Idilio, saboreaba y miraba al cocinero en plena faena. ¿Hay algo más sugerente que un hombre sudado, con gorro de cocinero y por demás, envuelto en vapores?
¿A quién se le quema, en esta Cuba tan llena de ofrecimientos que tenemos hoy, un simple revoltillo? A mí, por supuesto. Reconozco que la cocina no es lo mío. Raspo y maldigo el segundo en que me asaltó, como un menú que trae escritas deliciosas ofertas y luego el camarero dice que ya no hay, esa amenaza de que quizás estos eran-los-últimos-huevos-en-mi-refrigerador. Lo peor: ahora tendré que “curar” la sartén echándole sal, como me ha enseñado mi madre para que no se me pegue el siguiente revoltillo.
Qué remedio: raspo, friego, seco, echo un puñado de sal. La sal se calienta y va recogiendo toda la costra obscura, suelta un humillo pesado como el de algunos ranchones que colocan sus mesas demasiado cercanas a la parrilla, de modo que una sale tanto más ahumada que el pollo que se comió. Apago la candela y repaso otra vez la famosa pregunta de estos tiempos habaneros: ¿Qué tengo deseos de hacer hoy?
¿Bailar en un sitio lleno de farándula, como el Sarao’s? ¿Algo neoyorkino y a cielo abierto, como el Cocinero?¿Tiro la casa por la ventana yéndome al Espacios o al Sangri-lá? ¿Seguro no debo pensármelo ante la evidente diferencia entre el ambiente bohemio del bar Chanchullero de la Habana Vieja y el aire ranchonero del Chanchullero de Alamar?
Tanto como hacer cola en un restaurante, detesto tener que esperar a que se refresque la sartén después de “curada”. Ah, quién tuviera a mano esa limonada bien fría a la espera del pedido en el portal de La Catedral. Y quien dice limonada, dice torta de piña en el patiecito del café Mamainé, mientras Robertico (así nombré al zunzún que liba del alimentador colgado del techo) le hace la media a mi desayuno que combina una deliciosa tortilla con arepas y miel.
Debo confesar que, entre los numerosos espacios disponibles, prefiero los informales con barbacoas improvisadas, cojines por el suelo, objetos viejos reposando sus años en los anaqueles y sorpresas inesperadas: tanto como la focaccia saboreo esa complicidad del artista trabajando junto a mí, mientras bebo una michelada en su galería-bar. Los otros sitios, los ultra-elegantes, de decoración minimalista o las grandes casas de los cincuenta completamente remozadas, por lo general y muy sutilmente –o no- cierran el paso a mis chancletas hawaianas.
Sí, junto a la famosa pregunta de ¿qué tengo deseos de hacer hoy? está el clásico grito femenino –ahora también masculino-, que se escucha cada vez más alto por toda La Habana: ¡qué ropa me pongo! Vamos, está claro que uno no vestirá cualquier cosa para sentarse a la barra montada al aire del Café Laurent y sentir que nuestro coctel, desde ese piso privilegiadamente ubicado sobre una colina empinada y sin cristal de por medio, usa de posavasos a La Habana misma.
De este modo la vida vuelve a partirse en dos. Mientras algunas eligen tacones de aguja y lentejuelas, otras preferimos ropa más cómoda en lo que yo saco mi último huevo del refrigerador y, como que soñar es gratis, evoco los ñoquis a la bolognesa que esperaba golosamente volver a comer en Cibo aquella noche en que, abarrotado el lugar, no pude ni asomar la cabeza.
Está claro que los negocios más exitosos –así como los mejor ubicados-, se reparten a estas alturas la mejor clientela y hasta los días de la semana. He aquí la razón por la que no me mudé para los pintorescos entrantes del menú de Waoo: encontrar mesa vacía en plena calle L del Vedado, un sábado de noche, es casi tan imposible como que a mi refrigerador le nazca, ahora mismo, una lasquita de jamón para animar mi segundo revoltillo.
Pero si algo le sobra a La Habana, como al libro de recetas de Nitza Villapol, son opciones económicas. Mi refrigerador no me premia con jamón, pero sí con un pedacito de chorizo que me hace rememorar aquel hambriento día en que descubrí al Burrito Habanero con sus tortillas en forma de tacos, burritos, quesadillas y chimichangas. Para qué negarlo, la famosa pregunta de estos tiempos a veces es sustituida por otra más urgente: ¿hasta cuánto podemos gastar hoy?
A estas alturas, mientras algunos lugares optan por comida rápida y a precio asequible como el de las hamburguesas de la Cafetería 5ta y A, otros nos suben vertiginosamente la temperatura haciendo que el mapa de calor de La Habana nos deje la billetera sin aliento y, mientras pagamos la cuenta reconociendo que se nos fue la mano, me asalten preguntas y cosas del tipo: ¿qué posibilidades había de que mi último huevo disponible cayera fuera de la sartén?
Lo miro, desparramado sobre el fogón, y me sorprende esta tranquilidad que años atrás hubiera sido llanto desconsolado. Si algo me asalta hoy es la imagen de aquellos tostones rellenos con queso y ropa vieja que pedí de entrante en La Paila, antes del cubetazo de cerveza y el pesca´o zarandea´o, pero decido que hoy no es día para eso. Mejor rebusco entre mis papeles a ver dónde anoté el número de Ring Pizza y de paso compruebo si es cierto eso de que, si a la media hora no llega, es gratis. Ojalá de timbre enseguida. Ahora sí tengo mucha hambre y para colmo de males, aun no comienzo a escribir.