No es secreto para nadie que Fidel Castro tenía un exquisito paladar, enriquecido en los extremos en que forjó su historia ya mítica: del origen pudiente al rigor de la guerrilla, del papel de hombre de Estado que interactuó en los escenarios más importantes del mundo a su función de líder revolucionario que recorrió a pie los sitios más humildes de su país.
En el alto protocolo y en la mesa frugal este hombre supo nutrirse y nutrir con el apetito más voraz que poseía: su afán de cultura.
Tras su fallecimiento, muchos intentan una misión imposible: seguir la pista a todos los Fideles que componían aquel Fidel. Uno de ellos es el amante, más que de la buena cocina, de la buena hechura en la cocina, que no siempre es lo mismo ni se come igual: en una desconocida mesa de campo, donde nadie entienda la difícil coordenada de los cubiertos, se puede degustar un plato inolvidable. Fidel lo sabía muy bien.
No pocos insisten en que le encantaban los lácteos y explican esa inclinación con su niñez en Birán, el lugar de Oriente donde su padre Don ángel tenía tierras y ganado. Lo cierto es que incluso en los días interminables que siguieron al triunfo de la Revolución, en 1959, Fidel hacía un instante en su desbordada agenda para comer un buen helado. No es extraño que uno de los fallidos atentados de la CIA en su contra pretendiera matarlo... con un helado.
Coppelia, la catedral del helado donde casi todos los cubanos "han rezado" satisfechos alguna vez, fue quizás la mejor manera que halló el Comandante para invitar a su pueblo a compartir ese gustazo con él.
A retazos, con líneas de este y aquel, quizás se pueda armar el menú preferido del estadista cubano: que si una sencilla tortilla de papa, que si los espaguetis y pastas, que si los mariscos... Y siempre los vinos: su magia para apreciar la calidad de un buen vino se adjudica, seguramente con razón, a la mitad hispana de su ascendencia vital.
Justo Pérez tiene autoridad para hablar al respecto. Durante 35 años fue uno de los cocineros de Fidel; por eso, cuando él dice que el Jefe tenía un paladar especial y que le gustaban sobremanera el pez perro o la cherna a la plancha y el arroz frito, hay que creerle.
Tomás Erasmo Hernández, un colega que compartió con Justo, por tres décadas, la misión de servir la mesa de Fidel -y que ahora tiene en La Habana Vieja el restaurante Mamá Inés-, recuerda con orgullo que el dirigente cubano disfrutaba mucho "la sopa de vegetales de Erasmo".
El trato íntimo que desborda toda cocina no fue ajeno a estos dos hombres en su cercanía a una de las figuras claves del siglo XX en el mundo. Tomás Erasmo lo ha definido "dulce como un padre" y ha visto en él "la más grande calidez como persona", mientras Justo ha destacado que, "en la intimidad, Fidel es un encanto de persona, un tipazo", para concluir, emocionado, que "no hay nadie que se le parezca".
Conversador permanente, Fidel no solo gustaba de comer lo que hacían los buenos cocineros: consumía con idéntico placer todo cuanto pudieran explicarle sobre la confección de los platos y hasta aventuraba sugerencias sobre cómo mejorarlos, algo coherente con un hombre que jamás renunció a la innovación y que en su biblioteca tenía libros de cocina.
En los días más duros del período especial -etapa surgida en Cuba tras el colapso de la URSS y de todo el campo socialista europeo- los desvelos de Fidel se centraron en las maneras de amortiguar el severo impacto alimentario que sin dudas se produjo. Hasta su muerte, ya muy anciano, se dedicó a analizar opciones sustentables de producción comida para su país y el Tercer Mundo.
Porque es cierto: su elevada autoridad como estadista mundial le permitió a Fidel Castro sentarse a las mesas más protocolares del mundo, pero él llevó dentro, a esos lugares, una silla para sus compatriotas. Está en la retina de Cuba: incontables veces se vio al Comandante llegar de repente a un contingente de la construcción, a una cooperativa agropecuaria o a una fábrica y sentarse a comer contento, en una bandeja metálica, un sencillo potaje con un trozo de vianda. Él sabía, como nadie, que así se cocina el arraigo.