Buen norte nos llevó a Destino, así debo consignarlo en esta bitácora: confluencia de vientos, lista larga de motivos para la celebración casi pirata.
Talleres, intercambios, aprendizajes, mutuos reconocimientos, sesiones casi eternas de preparaciones que culminaron en breve pero intenso clímax: AlaMesa dedicó a mediados de año jornadas de trabajo a pensarse desde los cimientos, buscando crecer y fortalecer, flexionar músculos y generar, para tu deleite, un poco más y mejor de esa magia que te trae a encallar sin remedio en nuestras digitales costas.
Los ríos de café quebraron puentes de hierro.
Al final de estos sucesos - como dicen en la canción tema de ese clásico del animado que es Los Gatos Samurais- el apetito se abrirá. Salimos de almuerzo en grupo expandido: deudos, amigos, vestidos y amores, todos en feliz y total desorden. Almuerzo de trabajo lo llamamos, aunque la primera premisa fuera el dejar el trabajo en la puerta.
Destino es una antigua mansión de Miramar transformada en un espacio del más alto confort. No suelo caer en los promos, pero el ambiente de ese lugar, su bar exterior sobre todo, merecen la oda.
No nos es ajena la circunstancia en la que el comensal que acude a un lugar como este, tras probar la comida termina sospechando que todo el presupuesto fue invertido en las cortinas. Si estas cuartillas digitales hablaran...
En todo caso, Destino no debe temer el generar esas impresiones. Los menús ejecutivos, de manera general, suelen carecer de la gracia y el cuidado en la elaboración que poseen los platos conformados desde la carta, aun tratándose del mismo restaurante. Es cosa de proporciones, pues preparar los mismos platos para una veintena de comensales al precio más competitivo siempre implica sacrificar algunas cosas. Sin embargo en este caso sobrepasaron todas las expectativas.
4 platos (entrante, principal, guarnición y postre), dos bebidas y el inevitable café. Entradillas a compartir, a mesa llena: baguette, mantequilla y chimichurri en un plato, frituras de malanga (por supuesto), profiteroles con crema de 4 quesos (que alguno de los presentes se dedicó a vaciar de su contenido desechando las carcasas de masa choux) y unos tostones rellenos que generaron una ovación.
A la altura de los principales y con el segundo trago a bordo (el primero fue a elegir entre un Mojito bien cargado o una copa de vino blanco, pero en el segundo nos volvimos más sinceros y pedimos cerveza sin parpadear) debimos elegir entre la langosta grillada, la chuleta de cerdo, la pechuga de pollo, el filete de pescado y los camarones. Dicho de esa manera puede resultar una decisión trivial, pero luego de intercambios de cucharadas por toda la mesa, convenimos que, de tener que hacerlo de nuevo, sería una carrera difícil.
Yo me había pedido el cerdo, guarnecido con vianda frita y ensalada de vegetales y de ello solo puedo transmitir la certeza de que si esa chuleta era el destino, entonces ese cerdo debía morir. La L. (apuesto a que pensaste que me la había olvidado), optó por el pescado con arroz blanco, una sabia elección, por demás.
Todos los platos fuertes tenían la misma exquisita factura, hecha a mano y sin ese desprecio por los detalles que nos cae cuando debemos acometer una tarea enorme. Chapeau para el chef...
Como siempre pasé de los postres - tengo un estómago de 1.4 Mb. - y me fui directo al café, pero no me perdí el desfile de flanes de caramelo y copas de un helado artesanal de guanábana y mamey digno de emperadores. En caso de que los emperadores gustasen del mamey, por supuesto... de lo contrario ellos se lo pierden.
Entrechocar de copas, alguien que cambia de silla discretamente (o no), sonrisas cómplices, conatos de canción. Los momentos compartidos alrededor de una mesa hermanan como escalar montañas, sanan heridas y despiertan amores, reparten la alegría y construyen entre los que fundan esa confianza compartida que alimenta los sueños.