Si eres de esos pacientes y quizá escasos que leen con la regularidad que mi musa y bolsillo permiten escribirlas, estas croniquillas bien comidas, conoces sin duda a la L., a quien por motivos de marketing he dado en llamar mi secuaz.
He de comentarte entonces que, sobrenombres pegajosos aparte, la relación entre la L. y yo está basada en su reconocimiento de mi liderazgo en temas medulares: soy yo quien define nuestra posición respecto al calentamiento global, los conflictos regionales e internacionales, el cuidado de la especies en peligro y la existencia o no de civilizaciones alienígenas (y antes de que pregunten, la respuesta es "sí"). Yo, a la vez, delego en ella la toma de decisiones de menor importancia como: qué comemos, dónde, cuando, como vamos a ir vestidos, quien cocina, hace los mandados y friega platos y cazuelas (actividades, estas últimas, que, por decisión unánime, caen sobre mis hombros) y quien alza la voz, en qué momento y por qué razones.
Fue por eso que terminamos en Santy Pescador la otra noche, porque leímos aquella medianamente afortunada reseña en El País, porque nos enteramos en Bajo la Piel del intercambio de miradas que allí sostuviera Nyl con un plato de gambas, porque pasamos al menos dos veces al día por el puente de Jaimanitas y ya nos tomamos el cartel como un recordatorio de lo pendiente y sobre todo, sobre todo, fuimos a Santy Pescador porque la L. dijo que íbamos a Santy Pescador.
Es que es más cómodo para mí de esa manera.
El pretexto, y siempre ayuda a la construcción de estas croniquillas bien comidas el que exista uno, no era de los despreciables: el pasado 9 de febrero se cumplió un aniversario más -el tercero- del imprevisto comienzo de nuestra indestructible amistad en la punta de la loma de la calle Heredia, en el barrio de la Víbora. Las circunstancias en las que tal evento tuvo lugar son harina de otro costal, pero al menos tú, lector, si gustas de este recuento de aventuras en restaurantes, agradecerás el que haya ocurrido.
Como lo hago yo.
Aunque la L. se empeñe en llevarme a probar comida japonesa.
Ojo, no me gusta la comida japonesa porque no. Lo digo porque no tengo la paciencia para aprender a apreciarla, ni la capacidad para fingir que lo hago. Soy un zafio mezquino y simplón, occidentalista por más señas. Y ojalá vendieran pulóveres con eso escrito porque lo tengo a orgullo. Pero siempre recibirá con agrado mi paladar esa mezcla infalible de mujeres bonitas, pescado bien servido y cerveza clara. Y si al leer lo anterior levantaste la mano maquinalmente para pedirte tú también una ración, entonces creo que deberás leer atentamente lo que sigue porque creo que di con un sitio que pudiera interesarte.
Hago un aparte para comentarte que cuando decía "mujeres bonitas", me refería a la L. Solo aclaraba...
Santy es una trampa, y en ello no hay ni una línea de marketing ni una acusación velada, solo la simple constatación de un hecho. Él salir a buscarlo es correr un riesgo pues aunque es fácilmente visible desde la calle 5ta (la misma que transcurre perpendicular a la entrada de la Marina Hemingway) requiere un despliegue de know how geográfico el llegar hasta la puerta.
Al hacer la reservación, la L., precavida, demandó a la contraparte la dirección. La chica, al parecer es costumbre, la previno de "no entrar con el carro por la calle del Rumbos, porque es contraria". L. disipó sus infundados temores: el tipo de vehículo que ibamos a conducir por esos "rumbos" -nuestras piernas- no estaban sujetos a los sentidos del tráfico. Afortunados nosotros.
Ni siquiera pudimos cumplir nuestra promesa de ir en taxi, pues el transporte que se presentó en nuestra parada en el soporífero poblado de Santa Fe en donde ahora vive la L., fue la ruta 191. Nuestra especialista en reservaciones favorita habría sufrido un síncope de vernos.
Ahora lector, si como nosotros eres de los que pueden entrar por el Rumbos, descubrirás que esa calle te lleva a otra que desemboca en el Cine. Ahí tienes que hacer una izquierda y avanzar lo suficiente como para encontrar una bifurcación pero justo antes de esta, tienes que entrar por el primer caminillo asfaltado a tu izquierda y entre dos hileras de casa vecinales pasar hacia una suerte de plazoleta vacía usada como parqueo al fondo de la cual hay una puerta azul (creo recordar) con un intercomunicador.
No tiene pérdida.
La casa es al parecer el arquetipo de la morada de pescadores de la zona, un ser a estas alturas cercano a lo mitológico. De dos plantas y toda de madera, posee terrazas arriba y abajo que dan a la desembocadura del río local en donde atracan las embarcaciones más diversas. Pintoresco ni se acerca.
No hay carta menú (lo cual convierte a la prevención de infartos en la segunda causa por la que sirven cocina marinera), así que la grácil muchacha que nos atendió procedió a recitarnos lo que ofrecían y en el caso de las bebidas... lo que no. Ni cócteles, ni jugos, ni (para mi sorpresa) vinos.
Nos quedamos con unas cervezas cuya temperatura estaba entre "vivo en la parte baja del Haier" y "me quedé a la intemperie en Bainoa".
Los entrantes... la L. ni hablar: a por la tabla de sushi. Quien leyó "Bajo la Piel" sabrá de lo que hablo y sé que es la segunda referencia... cualquiera diría que los de AlaMesa me pagan por la publicidad, pero esa foto mueve... Selección de 8 piezas: unos nigirizushi de los que olvidé preguntar el origen del neta, un par de oshizushi y una de las novedades de la velada: unos uramaki con un ingrediente secreto: piña. Las frutas tropicales no son un relleno desconocido para el sushi, pero en el imaginario colectivo gastronómico cubano la piña aparece tan invariablemente asociada a la carne de cerdo que no deja de ser una sorpresa el atrevimiento.
La estética del sushi es, sin duda, la prueba degustable de aquel adagio que nos legó el difunto Sr. Jobs: "la simplicidad es la sofisticación suprema". Cargan con una elegancia intrínseca que mueve al sentimiento al más avezado comensal. Las lágrimas derramadas ante esa tabla por la L., sin embargo, fueron el resultado de una sobredosis de wasabi.
Yo, por mi parte, me fui a por la estrella de la película: el ceviche, del que solo diré que felices son los mortales (peruanos ellos) que con regularidad pueden degustar un plato como el que nos ocupa. No añadiré una palabra para envolverlo en el necesario halo de misterio. Cómprense el suyo y parafraseando a Charles Bukowsky en su novela "Pulp": no me molesten más, déjenme pensar en ese ceviche.
De plato fuerte otra ronda de cervezas, necesarias para justificar la visita al baño en donde Buena Fe filmó el antológico video de "Ser de sol". Al respecto solo decir al desprevenido visitante, que no solo no encontré mujeres besándose, sino que descubrí que las dimensiones de la habitación forrada de madera eran tan reducidas que debí dejar varios miembros importantes fuera para quedarme con lo esencial requerido para la operación a realizar.
Acompañando las cervezas, un plato para dos de pastas mixtas marineras que recomiendo con encomio. De todo un poco, todo lo necesario y nada en demasía. Íbamos a pedir otro fuerte, pero la segunda dependiente que tuvo a bien atendernos, nos sugirió que el tamaño de la ración era más que suficiente para dos... como en efecto fue. Si eres de los que abre las piernas antes de empezar a comer (nadie come con mesura con las piernas abiertas), sin embargo, te sugiero que tengas un plan b.
No cafés, no postres (afortunadamente en casa languidecía un cake de Tammy's)... directo a la cuenta. Estoy seguro de que todos aquellos que, como nosotros, deben entrar por el Rumbos (y algunos más) estarán interesados en más detalles sobre la cuenta. No se los daré, yo soy un zafio occidentalista, pero hasta yo sé que hay cosas (sentimientos, ocasiones, móviles, razones, historias, amores en suma) que no tienen precio. Y como les dije, a la L., le gusta la cocina japonesa.