A estas alturas tú y yo, amigo lector, estamos involucrados en una relación de intimidad, una simbiosis fundada en el placer que nos entregamos: yo a ti al compartirte mis experiencias, tú a mí al concederme el privilegio de contar y ese mejor lugar junto al fuego que dicen corresponde al narrador de cuentos.
Digo esto porque en la nuestra, como en todas las relaciones de intimidad, los escarceos previos son importantes. Establecen la atmósfera correcta, nos hacen proclives al intercambio, demoran lo justo la llegada del clímax haciéndolo por tanto esperado y deseado. Son eso, un catalizador del deseo.
En esta ocasión, sin embargo, tendré que renunciar a todo ese juego preliminar que consiste en contarte las circunstancias mediante las cuales fui a dar con mis huesos en el restaurante de turno. Tendré que resumirlas en una frase quizá trillada y poco estimulante: "los Reyes Magos estaban en la Ciudad".
A modo de compensación compartirás esta aventura desde el asiento del copiloto.
Lo que los míticos mecenas mesorientales dijeron fue simple: "busca un lugar que tu lector y tú deseen probar y por una vez olvídense del lado derecho del menú". Afortunado que eres...
Mi lista de deseos está más concurrida que el Facebook de Shakira y no se hace más pequeña con cada edición del boletín AlaMesa o con cada actualización de AlaMesa App, no... eso se hincha. Así que con tantas aves que cazar y con una sola bala en la recámara, dimos con nuestros huesos en El Litoral.
Estos Reyes Magos modernos (amigos del preuniversitario, como habrán imaginado) no se contentaban con extender el regalo, sino que se apuntaron a disfrutarlo con nosotros.
El Litoral es una casona en primera línea de costa, justo antes de cruzar la avenida que separa la ciudad del muro y el mar. Ni idea de estilos y fechas de construcción, ambos enterrados bajo capas de modificaciones y modernizaciones que lo hacen indescifrable para un ojo poco entrenado como el mío.
Tiene 3 espacios fundamentales: el primero de ellos es el exterior, que colinda con la avenida Malecón, con sombrillitas que probablemente (fuimos de noche) provean una magra protección contra los soles veraniegos (yo en este agosto conté al menos 2 en el cielo). Un segundo espacio es el interior de la casa en donde se coloca una mesa buffet a la que se accede, por supuesto, previo pago de un precio fijo, opción recomendable dado lo que pude atisbar en la carta. Ah, sí, el lugar es caro... oh, caro. El tercero resultó uno de esos patios laterales que en las casonas del primer tercio del XX, antecedían al garaje. Cerrado, techado, climatizado y amenizado con un breve bar, contenía algunas mesas en una de las cuales terminamos sentados.
Conversaciones... lo mundano, lo trivial, lo excelso y lo necesario. El recuerdo y la esperanza dividen al medio la copa.
Atacamos los entrantes, regados con vino blanco. Yo, que soy un nacionalista, me pedí un Santiago añejo.
Como mis Reyes y tú son ávidos lectores de esta columna esporádica, se pidieron entrantes variados, a compartir. Una cazuela (en realidad cazuelita) de chorizo al vino con pimientos y pan para cuya calidad admito no tener referentes. Unos camarones rebozados con salsa tártara muy a punto (la corteza crujiente y quebradiza, el interior tierno y jugoso), unas fajitas de pollo con sésamo encima a las que acompañaba una salsa agridulce de mostaza y miel. Pero la estrella de este segmento fue sin duda el carpaccio de res: los suministradores de El Litoral tienen un huerto de especias bien provisto y el chef se vale de él como Leo de la guitarra. Virtuoso...
Más de un "tienes que probar esto" acompañó al tenedor que cruzó raudo por encima de la mesa hasta quien, del otro lado, recibía el bocado con los ojos entornados.
Para los platos fuertes pedí el lomo de pescado a la pimienta verde del que esperaba más fuegos artificiales. Yo que en lo que a comida marinera se refiere tengo instintos felinos, tuve que ver con envidia cómo tú, amigo lector, pedías el asado mixto del mar con ratatouille de berenjena, el arma secreta de la casa a todas luces. Polícromo y caleidoscópico, el plato llevaba un poco de todo y nada en demasía, como debe ser...
De tantas personas que somos cada uno de nosotros, es al joven con ademán arrogante y seguro de sí mismo a quien le toca ordenar los entrantes, al anciano avezado y conocedor corresponde solicitar el plato fuerte, pero el postre... el postre lo ordena el niño juguetón y travieso que todos llevamos dentro.
Los ojos brillantes de los comensales, hacían que todo el proceso previo (incluido el debate acerca de las calidades del vino y los procesos de su servicio) pareciera una obligación asumida solo en la esperanza de llegar a este momento deseado. El resto de la mesa parecía a punto de sacar sombreritos de fiesta y corear "¡postreee, postreee, olé oleoleolé!".
Nada de esos desatinos, pero sí una verdadera bacanal: un pie de limón decente (es difícil a estas alturas deshacerse en elogios con tantos precedentes memorables), unos cascos de guayaba con crema y colocados sobre un lecho de queso crema con crema montada y hojaldre para acompañar (es imposible en Cuba reinventar los cascos de guayaba con queso, pero recrearlos con fantasía es válido), un strudel con la corteza aún crujiente y el relleno tibio de crema de frutas; el aspic, una mezcla de gelatinas diversas con frutas cortadas en trozos finos y un garnache... ¿cómo describir el garnache? una droga, un espirituoso de alto octanaje, no hecho para todos los paladares, solo para quienes procuran emociones fuertes. Era una suerte de pudín hecho con una crema de chocolate de sabor tan intenso que intimida.
Cuando yo era niño, mi madre guardaba una botella de cristal ámbar con tapa estrecha de rosca plástica negra en la parte más baja de la puerta del refrigerador. La botella, estrictamente prohibida, contenía una crema concentrada de chocolate que debidamente rebajada servía para hacer dulces menos intensos. Aquel garnache me retrajo a aquellos días en los que deslizarme a hurtadillas por debajo de la mesa, si se hacía bien, conllevaba el premio de hundir el dedo índice en aquel oscuro objeto de mi deseo.
Los Reyes Magos y tú, amigo lector, pasaron de ese garnache no apto para cardiacos y tuve yo que sentarlo sobre mis rodillas durante el café, como si se tratase de una mujer de formas voluptuosas, degustándolo a cucharadas cortas, esparciéndolo por encima del paladar.
Salimos tras los digestivos finales al muro y fin de esta Isla en Peso. Cabalgábamos esa azul nube de sabores que flotaba queda en nuestras memorias. Chequeamos el reloj, faltaba media hora para la medianoche. Era el comienzo de todos los comienzos.
¿Qué hacemos ahora? Preguntaron los magos. Yo te miré con picardía. Era tu turno de elegir.