Entregado por encima de una mesa compartida y cortesía de la munificencia de un mecenas ocasional que, para más referencia a los clásicos (los de aquí y de allá) se llama Virgilio, me llega el deliciosísimo (Bill Gates me acaba de confirmar con su rayita roja que esa palabra no existe) libro del reconocido escritor británico Julian Barnes "The Pedant in the Kitchen" (traducido con éxito limitado como "El perfeccionista en la cocina"). Libro impreso como es, me resulta imposible violar los derechos de autor del Sr. Barnes repartiéndolo por medios digitales a todos los interesados, así que me tomo un tiempo para teclearles este divertido capítulo.
La vecina de la madre de una amiga mía (sí, ya sé, pero resulta que es cierto) decidió hacer mermelada. Nunca la había hecho. La madre de mi amiga le aconsejó que la hiciera de moras y manzanas. Al día siguiente, la vecina llegó con el triste resultado: tres o cuatro centímetros de materia negra solidificada, que quizá capitulase ante el torno de un dentista, acurrucada en el fondo de una olla. Pensó que algo había salido mal.
Sometida a un intenso interrogatorio por la policía de las recetas, confesó que había consultado un libro que decía: "una libra de fruta por cada libra de azúcar". Por alguna razón (como tener seso de mosquito), se convenció de que la mejor manera de medir los ingredientes era utilizar un pomo vacío de mermelada que en su momento había contenido una libra de mermelada industrial. Lo llenó de fruto para la libra de fruta, y después de azúcar para la libra de azúcar.
Creo que esta historia merece más de una risa; quizá hasta una carcajada petulante. Todos hemos hecho cosas risibles en un momento u otro –conozco a un novelista canadiense que un día intentó hacer pesto con hojas secas de albahaca–, pero nada tan ridículo como aquello. Y en esas ocasiones hay que compadecerse de los escritores de libros de cocina. Confeccionan sus mejores recetas, piden a los amigos que las prueben, los editores añaden su cucharada y entonces... sucede algo de este tipo. Tiene que ser el tema de charlas de sobremesa en conferencias culinarias; podría hacerse incluso una serie de televisión, a imitación de Los peores choferes del mundo y Vecinos del infierno. Ojalá hubieran hecho lo que dijimos...
El perfeccionista en la cocina no se ocupa de si cocinar es una ciencia o un arte; se conforma con que sea una artesanía, como la carpintería o la soldadura casera. Tampoco es un cocinero competitivo. Le sorprendió descubrir que la jardinería, no obstante su aire de serenidad anterior al pecado original, es ferozmente competitiva y con frecuencia una actividad practicada por los envidiosos, los embusteros y los delincuentes sigilosos. Sin duda hay cocineros competitivos, pero el perfeccionista no pertenece a ese grupo. Se contenta con cocinar alimentos sabrosos y nutritivos; sólo pretende no envenenar a sus amigos; sólo desea ampliar poco a poco su repertorio.
¡Ah, qué pathos el de esos "solo"! Con estas aspiraciones de artesano, nunca va a inventar sus propios platos. Podría cometer de vez en cuando algún acto venial de desobediencia, pero es, en esencia, un esclavo del recetario, un seguidor de las palabras ajenas. Así pues, está siempre atado a la roca del perfeccionismo, no donde él como hígado, sino donde le comen el suyo.
El perfeccionista aborda una nueva receta, por sencilla que sea, con inquietudes antiguas: las palabras destellan ante él como señales de "¡alto!". ¿Esta receta está descrita de un modo tan impreciso porque hay un feliz margen - o, más bien, una libertad temible- de interpretación, o porque el autor o la autora es incapaz de expresarse con mayor exactitud? Empieza con palabras simples: ¿Cómo de grande es un "pedazo", qué volumen tiene un "dedo" o una "gota" cuándo una "rociada" se convierte en lluvia? ¿Es una "taza" un término genérico rudimentario o una medida norteamericana concreta? ¿Por qué nos dice que añadamos un "vaso de vino" lleno de algo, cuando hay vasos de vino de muchos tamaños? O, por volver brevemente a la mermelada, ¿cómo se entiende esta instrucción de Richard Olney: "añada tantas fresas como le quepan en las dos manos juntas"? ¡Vamos, anda! ¿Tendremos que escribir a los albaceas del difunto Olney para preguntarles cómo de grandes tenía las manos? ¿Y si la mermelada la hicieran niños o gigantes de circo?
Veamos el problema de la cebolla. No entraré en el apasionante debate -un tema recurrente en los últimos tiempos en el correo del lector del periódico británico The Guardian- sobre cómo pelar una cebolla sin lloriquear, aunque les advertiré que si intenta, como hice yo una vez, ponerse gafas de soldador, los cristales de plástico se empañarán enseguida y habrá mucha sangre en la tabla de picar. No, los problemas son los siguientes:
1) Para los escritores de recetas solo existen cebollas de tres tamaños, "pequeñas", "medianas" y "grandes" mientras que las cebollas en la bolsa de compra varían de tamaño. De modo que una instrucción como "tome dos cebollas medianas" desencadena una búsqueda perfeccionista, en la cesta de las cebollas, de bulbos que se ajusten a dicha descripción (es evidente que, como "mediana" es un término comparativo, hay que compararla con todo el espectro de cebollas que posees.
2) Los verbos aplicables suelen ser "cortar en rodajas" o "picar" lo que yo, lógicamente siempre entiendo que indica acciones distintas "cortar en rodajas" significa cortar en capas una media cebolla para obtener un conjunto de semicírculos; "picar" entraña incisiones longitudinales previas desde la punta hasta la raíz del bulbo dividido en dos, con el fin de obtener un montículo de trozos más pequeños. A las rodajas se las puede calificar de finas; a "picar" se le puede agregar "fino" o "grueso". De aquí resultan 5 métodos entre los cuales decidir y entretener el cuchillo. Por supuesto, si le das la vuelta a la pregunta y te planteas sensatamente: ¿alguna vez has servido o te han servido un plato donde las cebollas, en tu opinión, podrían o deberían haberse cortado de otra manera?, la respuesta es, naturalmente: nunca. Pero el perfeccionista no sacará la conclusión de que desmembrar cebollas es una actividad infalible, sino de que hasta ahora todo ha funcionado bien sólo porque todo el mundo ha seguido con diligencia las instrucciones.
Todo esto explica por qué nunca hago caso de los tiempos de preparación estimados que algunas recetas incluyen como ayuda. Aunque se basan generosamente en un múltiplo de lo que tardaría un cocinero profesional, siempre son de un optimismo exagerado. A mi entender, los autores culinarios no se imaginan el tiempo que un diletante tarda en sostener una cucharada temblorosa mientras duda de la diferencia entre una cucharada "llena" o colmada" o bien pondera la palabra "exceso" en una instrucción como "elimine el exceso de grasa. Hace poco estuve analizando la frase "deje las judías en remojo toda la noche o mientras trabaja", y me pregunté seriamente si no contenía una insinuación de que una de las opciones pudiera ser mejor: ¿estaría el autor dando a entender que la legumbre se hincha mejor durante la tranquilidad de la noche que expuesta a la luz y el ruido diurnos?
Mucho más útiles que los teóricos y culpabilizadores tiempos de cocinado son las indicaciones de pausas, es decir, la fase en la que puedes parar, meterlo todo en la nevera y tomarte un descanso. A pesar de la evidencia empírica de que hay muchos platos que, recalentados, no pierden un ápice de sus cualidades, es un prejuicio difícil de cambiar. Fue Marcella Hazan, en su libro Classic Italian Cookbook, la que primero pronunció para mí estas palabras liberadoras: "se puede preparar el plata hasta la etapa 6 con antelación". E Incluso, y aun mejor: "se puede cocinar todo el plato varios días antes".
De lo que más necesitamos liberarnos, en general, es de lo que podríamos llamar la falacia de los restaurantes. Salimos a comer, tomamos tres platos que llegan más o menos cuando el estómago los implora, y toda la parafernalia del local nos invita a creer que la comida ha sido preparada desde cero, especialmente para nosotros, en el tiempo transcurrido desde que la hemos pedido: un puñado de judías puestas a hervir en cazuela, unas patatas asadas en el horno, un poco de bearnesa batida y todo lo demás. Y lo mismo les ocurre a todos los clientes del restaurante. Sabemos que esto es una perfecta estupidez, pero algunos seguimos creyéndolo, y el efecto es funesto cuando empezamos a cocinar para otros. Nos figuramos que hay que hacerlo todo de un tirón culinario que culmina unos segundos antes de servir la comida. Pero aunque este fuera posible (que no lo es) olvidamos que en todo caso no sólo somos el chef; se supone que somos también el camarero, el maître, el encargado del guardarropa y el otro comensal chispeante.
Las tiendas de utensilios de cocina venden un montón de adminículos útiles y accesorios que ahorran tiempo. Uno de los más serviciales y liberadores sería un letrero donde el cocinero doméstico pudiera poner los ojos en momentos de tensión: ESTO NO ES UN RESTAURANTE.