Estimado lector, imagino conoces a enero. Es ese mes en el que nos prometemos ser buenos porque no podemos pagarnos el seguir siendo como somos. No después de las fiestas de noviembre, no después de ese breve periodo de diciembre del cual tenemos una serie de imágenes comprometedoras, un millar de likes en redes sociales pero ningún recuerdo coherente. Heineken Amnesia, le llaman los psicólogos.
Lo exiguo del salario cobrado en enero (que ya era exigüo en su modalidad más expléndida) y las pocas perspectivas de febrero y marzo nos condenan, entonces, a la más abyacta y despreciable virtud.
Sin embargo, siguen habiendo más de mil palabras. más de mil motivos..."
Por solo mencionar uno. Fue en enero que mi Novia, ya saben, la turista... se fue a Irlanda (ya puedo decirlo) a buscar su título de master en Turismo (sí, eso existe y en algunas instituciones hasta te pagan los 80 CUP por tenerlo. Por divertido que pueda parecerte a ti, amigo lector, el proceso de obtenerlo) en una ceremonia en la que, entre otras cosas, tuvo que disfrazarse de jugadora de quiddich.
Considerando tales y otros eventos relevantes en su meteórica carrera de turista profesional y a pesar de nuestra bancarrota, se imponía la celebración.
Barrimos nuestros respectivos libreros y con los despojos nos hicimos a navegar.
Terminamos en La Isla de la Pasta, justo al doblar de la esquina y, a juzgar por los datos ofrecidos por AlaMesa App, lugar nada poche (palabreja y galicismo contagioso que mi novia se trajo de souvenir de allende los mares y ahora no consigo quitarme. Se utiliza, según entiendo, para designar a algo caro y de alto estándar).
¿Qué les cuento?
Una fonda.
Manteles cutres, decoración cutre, servicio más que informal, elementos folklóricos en el baño, el dueño sentado en la puerta en shorts y chancletas.
El tipo de lugar que haría a Jane Fonda y a Henry Fonda exclamar me quito el nombre.
Lo que Marcolina la de la Sombrilla Amarilla etiquetaría como fonda, fondita, fondona.
Tan fonda era que en algún momento alguien avisó al dueño y este partió raudo con la libreta de abastecimientos en la mano a comprar el pan de la bodega.
Tan fonda era que el live entertainement" consistía en escuchar la animada conversación que en italiano sostenía la familia en la cocina acerca (por lo que pudo definir mi novia) de asuntos íntimos de la más diversa naturaleza.
En resumen, el concepto de negocio de familia, puro y duro.
Y a much orgullo, y con mucha honra, me atrevo a añadir.
Nos pedimos unos entrantes y mientras esperábamos unos jugos (porque en enero uno siempre pretende ser mejor persona) que resultaron ser nada menos rebuscado que de ciruelas chinas, fruta con la que no tenía contacto desde los pasajes de mi infancia que tuvieron lugar en el Cotorro por allá por la década de XXXX (ya te dije, amigo lector, que si quieres saber mi edad me tendrás que seguir en Twitter). ¿Lo mejor del asunto? Estaban deliciosos, palabra que leerás más de una vez...
Porque llegaron los entrantes.
Yo me pedí una focaccia sin mucho adorno (lo que se probó atinado, considerando el peso específico de lo que siguió. Mi novia se atrevió con un pulpo en salsa picante. La dependiente (a quien me siento tentado de bautizar como "mi tía" por lo informal del servicio y porque además, es la esposa de mi tío el chef italiano y cuñada de su hermano el otro cocinero, vericuetos del árbol familiar que nos fueron revelados cuando oíamos la conversación de la trastienda) nos sirvió este último adornado con algunas rodajas de pan de 10 pesos. Más casero imposible.
La salsa era fuerte, intensa, y remojamos el pan y hasta algunos trozos compartidos de la focaccia en ella antes de constatar con sorpresa, asombro y una desoladora tristeza que se había terminado el entrante.
La tía fue sustituida por un primo cubano (a estas alturas yo de veras me sentía comiendo en la sala de la casa de un familiar), quien en un español con fuerte deje italiano, prosiguió el servicio (imagino que mi tía tenía que aprovechar que había llegado el agua para lavar). Mi novia aprovechó la dicotomía entre aspecto y acento del mesero, para explicarme que el italiano es lo que Andrej Zapkowski difinió en su novela El último deseo" como un dialecto contagioso.
Vinieron los platos fuertes, una pizza mediterránea con atún y una lasagna bolognese.
Tres palabras al respecto: Es pectá cular.
Tras un largo y mañoso proceso de interrogatorio al mesero, logramos dilucidar algunas cosas más de lo obvio. Sí, las pastas eran frescas (lo obvio), pero la salsa de la lasagna era el orgullo del chef: un bechamel bien armado, la salsa de tomate hecha con tomate natural por el dueño y unos trocitos microscópicos de zanahoria y cebolla sueltos por los rincones. La pizza venía aderezada con unas enormes hojas frescas de albahaca genovesa (basilisco genovese), que el dueño cultivaba en algún lugar secreto.
Lo puedo decir ahora con todas sus letras, esa fue la mejor lasagna que este pobre mortal con muy poca noción de la cocina italiana real, haya probado jamás. Cada bocado era una cascada de sensaciones gustativas y su fin una agonía dulce y satisfecha a la vez.
Incluso mi novia, más familiarizada con tal cocina por toda clase de razones, se atrevió a apreciarla, a apreciarlo todo.
Para los postres estábamos ahitos y decidimos pasar, pero como esa era la casa de nuestra tía y nosotros no nos gobernamos, nos pusieron, de cortesía, postre de todos modos: una mini tarta rellena de piña y salpicada con sirope de chocolate que mi novia jura con los ojos aguados, es igual a la que su abuela le hacía cuando niña.
Tantas y tan mínimas nostalgias pueden ser servidas en un plato.
Por: Aleph
Alquimista, emborronador, revisionista y bebedor
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